Juan era el hijo de Zacarías y Elisabet. Jehová lo nombró profeta y lo utilizó para anunciar a la gente que el Mesías vendría muy pronto. Pero, en lugar de predicar en las ciudades o en las sinagogas, él predicaba en el desierto. Muchas personas de Jerusalén y de toda Judea iban a escuchar a Juan. Él les decía que tenían que dejar de hacer cosas malas para agradar a Dios, es decir, para que Dios estuviera contento con ellos. Por eso, muchos se arrepintieron de sus pecados, y Juan los bautizó en el río Jordán.
Juan llevaba una vida sencilla. Se vestía con ropa de pelo de camello y comía langostas y miel silvestre. La gente quería saber más sobre él. Hasta los orgullosos fariseos y saduceos fueron a verlo. Entonces Juan les dijo: “Tienen que arrepentirse y cambiar. Se creen especiales porque dicen que son hijos de Abrahán, pero eso no significa que sean hijos de Dios”.
Mucha gente le preguntaba a Juan: “¿Qué tenemos que hacer para agradar a Dios?”. Y él les contestaba: “Si tienen dos prendas de vestir, denle una a alguien que la necesite”. ¿Sabes por qué les decía eso? Porque Juan quería que sus discípulos supieran que para agradar a Dios tenían que amar a las personas.
También les dijo a los cobradores de impuestos: “Sean honrados y no engañen a nadie”. Y a los soldados les dijo: “No digan mentiras ni acepten sobornos”.
Los sacerdotes y los levitas también fueron a ver a Juan y le dijeron: “Todo el mundo quiere saber quién eres”. Juan les explicó: “Soy una voz en el desierto que guía a las personas a Jehová, tal como dijo el profeta Isaías”.
A la gente le encantaba lo que Juan enseñaba, y muchos querían saber si él era el Mesías. Por eso Juan les dijo: “Alguien más poderoso que yo vendrá pronto. Ni siquiera merezco desatarle las sandalias. Yo los bautizo con agua, pero él los bautizará con espíritu santo”.
“Este hombre vino como testigo, para dar testimonio acerca de la luz, para que gracias a él personas de todo tipo creyeran” (Juan 1:7).