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Surinam

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Serpientes y jaguares acechan en la montañosa selva tropical que cubre la mayor parte de Surinam. Aunque es el país más pequeño de Sudamérica, tanto en superficie como en población, en lo que respecta a la intrepidez de los adoradores de Jehová Dios, no tiene nada que envidiar a ningún otro.

EL 31 de julio de 1667, los imperios rivales de Gran Bretaña y Holanda firmaron un tratado de paz y procedieron a intercambiar posesiones: los holandeses entregaron Nueva Amsterdam a los británicos, quienes, a su vez, cedieron Surinam a los holandeses. Es fácil que le resulte conocida la parte que los británicos recibieron en el trueque: Nueva Amsterdam, a la que llamaron Nueva York. Pero, ¿qué sabemos de Surinam?

Surinam, antes llamada Guayana Holandesa, está situada en la costa nordeste de Sudamérica, rodeada por Guyana, Brasil y la Guayana Francesa, y su extensión es algo inferior a la de Uruguay. Aunque goza de un cálido clima tropical, si lo que le gusta es bañarse en mares azules y descansar en playas blancas, tal vez este no sea el lugar ideal. De hecho, los primeros colonos le dieron el nombre de Costa Salvaje, por el aspecto tan hostil de su ribera cenagosa. Si por el contrario tiene espíritu aventurero, meta en la maleta el repelente de insectos, las píldoras contra la malaria y la mosquitera, y véngase a explorar el mundo natural más exuberante y misterioso: la imponente selva tropical.

Vista desde avión, se presenta como una monótona alfombra verde, solo desgarrada por los numerosos ríos que bajan serpenteando hacia el norte hasta desembocar en el océano Atlántico. No obstante, si echa una ojeada por debajo de esta alfombra, descubrirá el hábitat más variopinto que se pueda encontrar: el mundo del escurridizo jaguar, el vistoso guacamayo, el mono aullador y la anaconda gigante.

La variedad también es una característica de los habitantes de Surinam. Los amerindios constituían la población aborigen. Posteriormente, del oeste de África se trajo a los esclavos negros para trabajar en los cafetales. Más tarde, esclavos fugitivos, también llamados negros bush, formaron tribus diseminadas por la densa selva tropical que cubre el 80% del país. Con el tiempo, llegaron grupos de la India e Indonesia. Añada a estos los chinos, libaneses, judíos y descendientes de colonos holandeses, y entenderá por qué a veces se llama a la población de 400.000 habitantes de Surinam “el mundo de bolsillo”.

El panorama religioso resulta igual de variopinto debido a la multitud de grupos que hay, entre ellos el hinduismo, el mahometismo, los hermanos moravos (protestantismo), catolicismo, animismo y fetichismo. Si añadimos a esto la diversidad de lenguas —unas diez, desde el holandés (idioma oficial) hasta el sranan tongo (una lengua criolla)—, entenderá por qué el libro Suriname—Land of Seven Peoples (Surinam, tierra de siete pueblos) comenta que a la unidad nacional todavía le queda “mucho camino por andar”.

No obstante, recién nacido este siglo, se introdujo en Surinam una lengua más, el “lenguaje puro” de la verdad bíblica, que fue fomentando la unidad allí donde se aprendió. (Sof. 3:⁠9.) Sin embargo, esparcir esta verdad de la Biblia por las ciudades, las zonas rurales y la selva tropical exigía valor, aguante, sacrificios y, sobre todo, el apoyo de Jehová Dios. ¿Cómo lo lograron Sus siervos? Le invitamos a revivir con nosotros los acontecimientos más destacados de nueve décadas de predicación del Reino. Así pues, retrocedamos en el tiempo hasta 1903. Nos hallamos al noroeste de Surinam.

La verdad llega en barco

La lancha se abría paso con dificultad por la desembocadura del río Corantijne. Entre los pasajeros que transportaba de Guyana a la pequeña ciudad de Nieuw Nickerie (Surinam), se encontraba el señor Herbonnet, un comerciante de unos veinticinco años que estaba lleno de impaciencia por desembarcar y mostrar a sus amigos los libros que llevaba.

Sus amigos —el panadero Marie Donk, el tendero Alfred Buitenman y el zapatero Julián Dikmoet⁠— tardaron poco en quedarse fascinados con las sencillas explicaciones de las verdades bíblicas que daban los libros. No pasó mucho tiempo antes de que los cuatro formaran un grupo de estudio de la Biblia en casa de Marie Donk, el panadero, donde estudiaron más publicaciones del autor de los libros, el estadounidense Charles T. Russell, primer presidente de la Sociedad Watch Tower.

Marie Donk, un judío elocuente, tomó la delantera y animó a sus clientes a unirse al grupo de estudio. La respuesta fue lenta hasta que empezó a usar un eslogan que aún recuerdan los más viejos de Nickerie: “Nyan brede sondro frede!” (¡Coman pan sin miedo!). Nos explica esta frase la hija de Alfred Buitenman, Lien, que hoy día tiene ochenta y tres años: “Esto significaba que después de las reuniones se ofrecía pan gratis a los asistentes”.

El método funcionó. La asistencia a las reuniones subió como una masa recién leudada, al menos hasta que Donk instó a su auditorio a que los domingos le acompañasen a predicar en las zonas rurales. A partir de ese momento la mayoría dejó de asistir.

Pese a todo, entre 1910 y 1914 algunos fieles siguieron al hermano Donk hasta un pólder situado a las afueras de Nickerie, se metieron en el canal de desagüe de una plantación de cacao y fueron bautizados. “Aquellos bautismos atraían a cientos de espectadores”, dice James Brown, que ahora tiene ochenta y seis años. Recuerda que se quedaba fascinado cuando el hermano Donk sumergía totalmente vestido a un nuevo discípulo y exclamaba: “En el nombre del Padre”; a continuación lo sumergía por segunda vez y decía: “En el nombre del Hijo”, y todavía una tercera, “en el nombre del espíritu santo”. Hecho esto, el que bautizaba se giraba hacia los espectadores y gritaba: “¡Vengan! ¡Bautícense y sigan vivos!”. Algunos iban, pero lo hacían sobre todo por temor de que el mundo acabara en 1914, así que cuando pasó ese año, muchos se apartaron.

“El Reino de Dios ha venido”

Sin embargo, los Estudiantes de la Biblia que permanecieron fieles recibieron un gran estímulo cuando alrededor de 1920 llegó en barco un hermano estadounidense para exhibir el Foto-Drama de la Creación.

“Toda la ciudad hablaba del Foto-Drama —relata James Brown⁠—. Llegué temprano al cobertizo de la plantación de cacao y me senté en primera fila. Abarrotaban el lugar quinientas personas cuando empezó la proyección. Nunca había visto nada igual: ¡cuánto me impresionaron las diapositivas, la película y la música! Un hombre se levantó y dijo: ‘¡Esta noche el Reino de Dios ha venido a Nickerie!’.”

A partir de entonces de nuevo comenzó el crecimiento. A principios de los años treinta, los hermanos construyeron una pequeña sala de reuniones en el patio del hermano Donk. De todas formas, aún surgirían dificultades que pondrían a prueba a la congregación de Nickerie.

Un hermano modesto toma la delantera

A mediados de los treinta, se supo que Marie Donk llevaba una vida contraria a la moralidad bíblica y que aun así, seguía dirigiendo las reuniones. ¿Quién corregiría esta situación?

Alfred Buitenman era un hombre de corta estatura y dulce voz que de forma discreta había apoyado económicamente a la congregación desde su bautismo, en 1903. “Me quedé sorprendida —recuerda Lien⁠— cuando en una reunión mi padre se colocó frente a los hermanos, levantó la voz y anunció que desde aquel momento las reuniones se celebrarían en la sala de estar de nuestra casa.” Por fortuna, la mayoría de los hermanos apoyó esta decisión, aunque algunos siguieron con el panadero Donk en un grupo que gradualmente se disolvió.

A continuación, el hermano Buitenman se puso en contacto con las oficinas centrales de la Sociedad en Nueva York, desde donde le enviaron literatura bíblica para la obra. Desde 1936 pastoreó fielmente la congregación que se había dejado a su cuidado.

Vayámonos ahora con nuestra imaginación a 240 kilómetros al este y retrocedamos veinticinco años, a 1911. Estamos en la capital, Paramaribo.

Un pintor pobre da ejemplo

Mientras hacían escala en el puerto de Paramaribo, Blake y Powell, dos peregrinos estadounidenses (‘peregrino’ era el nombre que recibían en aquellos días los superintendentes de circuito) llegaron a conocer a Frederic Braighwaight, un apacible pintor oriundo de Barbados que tenía unos cuarenta años. Frederic aceptó la verdad y consiguió que también se interesasen en ella su esposa, Cleopatra, y un amigo. Poco después, empezó a dirigir reuniones en su casita de madera.

Al igual que los peregrinos, Frederic trataba de hallar maneras de compartir las verdades bíblicas, así que testificó en el trabajo al carpintero Willem Telgt. A este le agradó el mensaje, por lo que empezó a asistir a las reuniones de los “Estudiantes Sinceros de la Biblia” junto con un amigo. Esto hizo que el número de estudiantes pasase de tres a cinco.

El hermano Braighwaight apreciaba aquellas reuniones. “Aunque era una persona de escasos recursos —explicó Willem Telgt hace unos años⁠—, el hermano Braighwaight siempre llevaba a las reuniones un traje blanco recién planchado. En algunas ocasiones no había tenido qué comer y se oía el ruido de su estómago vacío. Pese a todo, siempre dirigía las reuniones con el mismo entusiasmo.”

Estimulado por el ejemplo del hermano Braighwaight, Willem Telgt se bautizó el 19 de febrero de 1919, y posteriormente participó de manera significativa en aumentar los intereses del Reino.

Se dan a conocer públicamente

Durante los años veinte, en la capital apenas se conocía a los Estudiantes de la Biblia, pero esta situación cambió a mediados de los treinta. Un hermano apellidado Graham empezó a situarse delante de una tienda que quedaba frente al bullicioso mercado. Allí ponía un banquillo y sobre él abría la desgastada maleta en la que exponía los libros de diversos colores que publicaba la Sociedad. Este hermano de habla inglesa, un hombre de edad avanzada, ocupaba su puesto todos los días de la semana.

Los que iban de compras solían agruparse alrededor de la maleta, deseosos de entablar un debate. “Pasase lo que pasase, el hermano Graham se limitaba a hacer brevísimas observaciones —relató Leo Muijden, que falleció hace poco a los setenta y ocho años⁠—. Un día vi en la maleta un folleto que tenía el dibujo de un joven corriendo. Le pregunté al hermano Graham: ‘¿Adónde corre?’. Levantó la vista y me dijo: ‘Si lo lee, lo descubrirá’. Así de sencillo. Pues bien, leí Escape al Reino y lo descubrí.”

El mensaje del Reino resuena con fuerza

No solo los libros enseñaron el mensaje del Reino a los habitantes de Paramaribo; también pudieron escucharlo mediante discos. ¿De qué forma? Cornelus Voigt, un tendero que simpatizaba con los Testigos, colocaba su tocadiscos y un altavoz de gran potencia en el segundo piso de su casa los domingos por la noche. “A continuación —relató el hermano Telgt⁠—, ponía un disco con una misa seguido de música religiosa. Tras esto, cuando se había concentrado bastante gente, cambiaba el disco y subía el volumen al máximo. De repente, la voz de Joseph F. Rutherford, segundo presidente de la Sociedad, retumbaba entre el público e incluso lejos de allí.”

Sin embargo, el resto de la semana no tenía que atraer a un auditorio, sino solo esperar a que su hijo Louis, un médico muy conocido, abriera su consulta por la tarde en una clínica que había cerca de su casa. Tan pronto como la sala de espera se llenaba de pacientes, Voigt ponía los discos. La esposa del doctor, Helen Voigt, recuerda: “A los pacientes no les quedaba más remedio que escuchar al hermano Rutherford, les gustase o no”. Sí, los libros y los discos ayudaron a que el público se familiarizase con los Testigos.

Aunque se dividen en tres, no hay aumento

Como la segunda guerra mundial se peleó muy lejos de estas tierras, a los hermanos de Surinam no les afectaron los vientos devastadores de la guerra, a pesar de lo cual, la congregación de Paramaribo se enfrentó a algunas turbulencias. ¿De qué tipo? Discordias entre los hermanos.

Leo Liefde, un hermano de ochenta años que asiste a las reuniones desde 1938, relata lo siguiente: “A mediados de los cuarenta, la congregación se había dividido en tres grupos diferentes que se reunían en tres lugares distintos, y los tres decían ser testigos de Jehová”. Es más, cuando en 1946 se anunció que el tercer presidente de la Sociedad, Nathan H. Knorr, visitaría Surinam, “los tres grupos estaban ansiosos por recibir a ‘su’ presidente”, añade el hermano Muijden. ¿Cómo reaccionaría el hermano Knorr?

El lunes 1 de abril de 1946 llegaron a Paramaribo el hermano Knorr y Frederick W. Franz, vicepresidente de la Sociedad en aquel entonces. Aquella misma noche se reunieron 39 hermanos de todos los bandos en un terreno neutral, el patio de una escuela, con objeto de escuchar a los hermanos Franz y Knorr. Cuando llegó el turno de las preguntas, los hermanos expusieron sus discrepancias. El presidente los escuchó un rato, hasta que por fin se hartó.

“El hermano Knorr fue breve —recuerda el hermano Muijden⁠—. Dijo: ‘¿Quién quiere que venga un misionero?’. Todos levantamos la mano. ‘Estupendo —contestó⁠—. Vendrá este mismo mes’.” Fiel a su promesa, el 27 de abril de 1946 llegó el graduado de Galaad Alvin Lindau.

La llegada de un misionero da comienzo a una nueva era

Alvin Lindau, un americano de veintiséis años, llegó a Surinam con el hermano Baptista, y se puso a unificar las diferentes facciones. Un mes después comunicaba con alegría: “La cantidad de publicadores que informaron subió de dos a dieciocho”. El hermano Knorr también tenía buenas noticias para Surinam. Escribió diciendo que el 1 de junio de 1946 se abriría una sucursal. “Estoy seguro —añadió⁠— de que es el momento de impulsar la obra en Paramaribo.”

Una vez nombrado superintendente de sucursal, Lindau se puso manos a la obra. Primero, trasladó la sucursal de la casa del hermano Baptista al primer piso de un espacioso edificio de dos plantas, situado en la calle Zwartenhovenbrug, 50. La planta baja se transformó en Salón del Reino. A continuación comenzó un programa semanal del Estudio de Libro, la Reunión de Servicio y el Estudio de La Atalaya, y más tarde enseñó a los hermanos a conducir estudios bíblicos en los hogares.

Después de todo esto, el hermano Lindau anunció: “¡Pasamos a la ofensiva!”. Un hermano que lleva muchos años en la verdad recuerda: “Nos invitó a participar en distribuir de casa en casa el libro Hijos. Al principio yo estaba indeciso, pero entonces el hermano Lindau me dijo: ‘O nadas o te hundes’, así que llené la cartera de los nuevos libros y me puse a ofrecerlos cerca del Salón. Tuve la gran alegría de vaciar la cartera en poco tiempo”.

Algunos hermanos, sin embargo, preferían dar discursos a distribuir libros, así que dijeron para sí: “No tenemos nada que ver con la Sociedad Watchtower. Solo creemos en el pastor Russell”. De modo que ‘se hundieron’. No obstante, la mayoría apoyó la campaña del libro, aunque se daban cuenta de que necesitaban recibir entrenamiento. Eso fue justo lo que se les suministró durante los siguientes meses.

Un año de educación progresiva

En septiembre de 1946 se puso en marcha en la congregación de Paramaribo la Escuela del Ministerio Teocrático, y también se inició una campaña de discursos bíblicos en el Salón del Reino. Las hojas que los anunciaban llamaron la atención del público y, en particular, de la policía.

El miércoles anterior al primer discurso, se notificó al discursante que debía presentarse en la comisaría. “¿Es este el primer país en el que actúa la Sociedad Watchtower?”, le preguntaron los agentes. Cuando se enteraron de que Surinam era uno de los últimos lugares en los que se había establecido la Sociedad, dejaron de poner reparos. Desde entonces se han celebrado reuniones públicas.

Un mes después, en octubre, la congregación recibió a los graduados de Galaad Max y Althea Garey y Phyllis y Vivian Goslin. Los cinco americanos de la Watchtower (como se llegó a conocer a los misioneros en toda la ciudad) se pusieron a trabajar lado a lado con los publicadores de Paramaribo para estar seguros de que progresaban.

Para finales de 1946, los esfuerzos y la atención amorosa de los misioneros habían dado su fruto: la predicación había aumentado y las divisiones habían cedido paso a la unidad. De todas formas, aún tendría que haber más progreso.

En diciembre se celebró una asamblea por primera vez en Surinam, la “Asamblea Teocrática de Naciones Alegres”. La presentación del libro “Sea Dios Veraz” entusiasmó a los hermanos de tal manera, que en solo una hora, veinte publicadores habían distribuido 8.000 hojas que anunciaban el discurso público. Hubo una asistencia sin precedentes de 230 personas.

Aquel mismo mes, los hermanos empezaron a situarse en las calles comerciales con La Atalaya y ¡Despertad! ante ellos. Algunos transeúntes curiosos se agrupaban alrededor de los publicadores. Un hombre que conducía un carro tirado por un burro vio a una hermana con las revistas y dirigió el carro directamente hacia la esquina donde se había situado, pues quería obtenerlas. Aquella mañana se colocaron 101 revistas. La testificación en las calles estaba en marcha.

De vuelta al punto de partida

En 1948 el número de publicadores aumentó a más de cien; pero entonces, con la misma rapidez con que la noche se abate sobre el día en los trópicos, el aumento se tornó en disminución. En marzo de 1949 solo quedaban activos 88 publicadores. De nuevo había surgido la discordia. ¿Cuál era el problema?

Un misionero reveló que existían graves irregularidades en el hogar misional. Los hermanos N. H. Knorr y M. G. Henschel, de las oficinas centrales, investigaron el asunto durante su visita a Surinam en abril de 1949. Después se envió a John Hemmaway, que entonces estaba de misionero en Guyana, para que indagase en el asunto. Sus hallazgos llevaron a que se marchasen tres misioneros, con lo que los Garey se quedaron con una congregación de 59 publicadores. Los hermanos habían vuelto al punto de partida. El problema estribaba en cómo conseguir que reanudasen su servicio.

Provisionalmente se nombró superintendente de sucursal a Max Garey, que durante este período oscuro dio prueba de ser un pastor interesado en los hermanos. La precursora Nellie van Maalsen, ahora de setenta y seis años, recuerda: “Como muchos de la congregación, estaba triste y confundida; pero —añade con cariño⁠— Max fue un hermano amoroso que te hacía sentir a gusto. Incluso ahora, cuando pienso en él y en su mujer, se me llenan los ojos de lágrimas”.

Por tres meses, Max Garey estuvo vendando, por decirlo así, las heridas del menguado grupo, hasta que en noviembre de 1949 llegaron nuevos graduados de Galaad: los canadienses J. Francis Coleman y S. Burt Simmonite, cuyo objetivo era ayudar a los hermanos a restablecerse.

Algún tiempo antes, se había trasladado la sucursal y el hogar misional a unas habitaciones abarrotadas de Gemeenelands Road, 80. Con objeto de acomodar a los recién llegados, se alquiló un segundo hogar en la calle Prinsen. Burt Simmonite, de veintisiete años, fue nombrado nuevo superintendente de sucursal.

El 22 de enero de 1950, los hermanos experimentaron por sí mismos el cuidado amoroso de la organización de Jehová, pues ese día el hermano Knorr hizo un viaje especial a Surinam para animarlos. “Aunque la gente se dedique al cotilleo y hable mal de los testigos de Jehová —dijo a un grupo de 75 hermanos⁠—, eso no debe preocuparles. Con su manera de vivir y el mensaje que predican, podrán consolar a los que buscan la verdad. Hemos de cumplir con esta misión sin importar lo que algunos hayan hecho o hagan en el futuro.”

Después de tres días de compañía edificante, el hermano Knorr se despidió de los hermanos. Con fuerzas renovadas, siguieron adelante.

De nuevo por buen camino

Como la congregación de Paramaribo marchaba de nuevo por buen camino, los misioneros fijaron su atención en la parte oeste del país, en Nickerie, donde el hermano Buitenman y otros cinco publicadores predicaban el mensaje del Reino sin interrupción desde 1936, sin que les hubiesen influido las inestabilidades de Paramaribo. Los Garey se mudaron a Nickerie para ayudar al hermano Buitenman, quien por entonces tenía setenta y un años. Más tarde cambiaron el lugar de reunión, de la casa del hermano Buitenman al hogar misional de la calle Gouverneur.

John y James Brown, dos hermanos de toda confianza que tenían cerca de cincuenta años, se pusieron a ayudar al hermano Garey, lo que a cambio les reportó un entrenamiento cabal. Con el tiempo, todos los miércoles por la noche discursaban al aire libre en Nickerie y los pueblos de los contornos a la luz de una lámpara de petróleo.

Tiempo después, su hermano Anton también aceptó la verdad, de forma que la “iglesia de los Brown”, nombre dado a la congregación por los vecinos de la ciudad, aumentó todavía más su actividad. Cuando en febrero de 1953 se celebró la primera asamblea de circuito de Nickerie, el número de publicadores se había triplicado, hasta alcanzar los 21. Obviamente, la congregación se estaba beneficiando de la presencia de los misioneros. Ahora bien, ¿cómo les iba en Paramaribo a los demás misioneros, Burt Simmonite y Francis Coleman?

Los medicamentos le iban mal a la predicación

Aunque Burt y Francis hacían cuanto podían por reactivar a los antiguos publicadores, era en vano. Con frecuencia, estos eludían las citas para el servicio del campo con la disculpa: “Hermano, no pude venir porque me había tomado un medicamento”.

Es cierto que debido a la abundancia de parásitos intestinales en los trópicos, tal excusa sería verdadera de vez en cuando. “Ahora bien —dijo Burt⁠—, fuera verdad o no, llegué a la conclusión de que en aquella pequeña congregación se tomaban una enorme cantidad de medicamentos.” Pero, ¿qué se podía hacer?

La hermana van Maalsen ayudó a resolver el problema. Un día que no se había presentado para el servicio del campo, le dijo a Burt: “Hermano, he de decirte la verdad. Lo único que me pasaba era que estaba muy cansada”. Conmovido por su sinceridad, Burt, que era bastante alto, se inclinó, la abrazó y le dijo: “Nellie, que yo sepa, eres la primera que me dice la verdad del asunto”. Burt pensó que esta observación iría de boca en boca entre los publicadores. “Debió de ser así —comenta⁠—, pues la ingestión de medicamentos sufrió una drástica disminución.”

“Eran mis muchachos”

Muchos hermanos de la congregación apreciaban a los laboriosos misioneros, por lo que no pasó mucho antes de que Burt y Francis se hicieran un lugar en sus hogares y corazones. Aún hoy, basta con hablar de Burt y Francis a los más antiguos, y sus ojos apagados brillan, sus rostros arrugados sonríen y en su mente se evocan los recuerdos.

“Burt y Francis eran como de la familia. Eran mis muchachos”, dice Oma (abuelita) de Vries, en la actualidad de noventa y un años. Sentada en su mecedora, señala al primer piso de la casa de al lado. “Vivían allí. Eran unos vecinos alegres.”

“Cuando oíamos a Burt silbar, sabíamos que iba a salir al ministerio”, dice Loes, una de las hijas de Oma.

“Y cuando Francis tocaba el violín o de alguna manera hacía música con dos cucharas, sabíamos que estaba descansando —añade Hille, otra de las hijas⁠—; pero si oíamos a Burt entonar a pleno pulmón el cántico del Reino número 81, ‘¡Avivad canción del Rey!’, sabíamos que se estaba duchando.”

Una tercera hija, Dette, interviene en la conversación: “Y cuando olía a comida quemada, sabíamos que los muchachos estaban estudiando”. En vista de esto, Oma se puso a prepararles las comidas. Ella se ríe con ganas al añadir sus últimas palabras al relato: “Ataba un cazo de comida a una escoba y lo sacaba por la ventana del segundo piso; desde la casa de al lado, Burt estiraba sus largos brazos, agarraba el cazo y ¡a comer se ha dicho!”.

¡Qué tristes se pusieron los hermanos cuando Francis contrajo la filariosis, una temible enfermedad tropical! A pesar de los accesos de fiebre y la progresiva hinchazón de la pierna, continuó en el servicio misional por más de dos años. Al final, no obstante, la enfermedad le obligó a regresar a Canadá. El hermano Coleman había sido un pilar de la congregación. Gracias a su ayuda, su espíritu había mejorado considerablemente y el número de publicadores había subido a 83.

Recuerdos de trabajadores queridos

Como el número de publicadores seguía en aumento, Burt Simmonite escribió a Brooklyn: “Sería estupendo si este año superáramos los 100 publicadores”. Y así ocurrió: en abril de 1952 se alcanzó la cifra de 109, un aumento del 30%.

Conozca a dos queridos trabajadores de entonces: Hendrik Kerk y William Jack. Hendrik, un hombre corpulento de sonrisa atrayente y mirada afable, había sido el jefe de una banda, y le conocía más la policía que la gente educada. “Era un diamante en bruto”, recuerda Burt. Una vez que aceptó la verdad, se puso a apoyar a la congregación de todo corazón, y con el tiempo llegó a ser el primer precursor especial surinamés.

William, por su parte, era un trabajador alegre e incansable de más de setenta años que vivía en una choza pobre, llevaba la ropa muy repasada, aunque limpia, y pasaba horas en su piragua testificando a los que vivían esparcidos por la ribera del río. Aunque padecía del corazón, cuando encontraba a personas interesadas, no vacilaba en viajar largas distancias para visitarlas.

“Una mañana temprano —recuerda Burt⁠—, remamos por horas contra la corriente para visitar a una familia que mostraba interés. Finalmente llegamos, descansamos un rato y, a eso de las seis de la tarde, iniciamos el estudio. Primero, el hermano Jack consideró con ellos el libro ‘La Verdad Os Hará Libres’; luego pasó a La Atalaya, y tras esta, cuando ya la cabeza se me caía de sueño, estudiaron una tercera publicación. Aunque debido a la distancia solo podía visitar a esta familia cada dos semanas, aprovechaba bien el tiempo. Al día siguiente estábamos de regreso en casa. Había sido una experiencia feliz.”

La singular estrategia del superintendente de sucursal

En diciembre de 1951 hubo buenas noticias: se había asignado a Surinam a cuatro misioneros más: Shedrick y Wilma Poyner, Muriel Simmonite y Connie McConnell. Sin embargo, pronto llegaron malas noticias: influido por el clero colonial de la cristiandad, el procurador general les denegaba los permisos de entrada.

Pese a todo, el superintendente de la sucursal le visitó una y otra vez. Por fin, el procurador general le dijo: “Pueden entrar dos misioneros. Usted decide quiénes”. En vista de que la congregación necesitaba otro hermano, escogió a los Poyner. “Permiso concedido.” Claro que el superintendente de la sucursal no iba a dar el asunto por concluido.

“Después le mencioné que Muriel Simmonite era mi hermana —explica Burt⁠— y que esperaba que no nos separara por prohibirle la entrada.” El procurador general no supo negarse, así que volvió a conceder el permiso; pero no hubo manera de conseguir permiso para Connie McConnell. El resultado quedó en tres de cuatro. No obstante, Burt no se dio por vencido; más bien, lo único que hizo fue cambiar de estrategia.

Él explica: “A través de las cartas que mi hermana me enviaba mientras servía con la hermana McConnell en Quebec (Canadá), había llegado a saber bastante sobre aquella joven, así que cuando la conocí en la asamblea de Nueva York de 1953, nos comprometimos, lo que le facilitó el permiso de entrada en Surinam como mi prometida. Allí nos casamos, y el resultado final fue cuatro de cuatro, lo que me causó gran satisfacción e hizo que soltásemos más de una carcajada”.

Se inicia la actividad en las zonas rurales

Hasta entonces los hermanos habían concentrado sus esfuerzos en las ciudades de Paramaribo y Nickerie, pero en 1953 la verdad llegó a Meerzog, adonde se trasladó Leo Tuart.

Leo conocía la verdad desde 1944. Tenía cuarenta años, era bajito y vivaz, y siempre llevaba su eterno sombrero de fieltro marrón. Trabajaba de estibador en el puerto de Paramaribo, donde su honradez hizo que se ganase una reputación muy buena. Aunque en su pueblo gozaba de la estima general, no conseguía que progresase la obra de hacer discípulos entre sus vecinos, al menos hasta que la sucursal envió las “tropas de asalto”: Hendrik Kerk.

Poco después, Hendrik y Leo encontraron a tres hombres que aceptaron un estudio de la Biblia, progresaron hasta el bautismo bajo el impulso del espíritu de Jehová y la supervisión minuciosa de Hendrik y, con el tiempo, formaron con Leo un equipo armonioso.

El trabajo en equipo también fue esencial en la realización del siguiente proyecto: construir un Salón del Reino. Aunque no tenían dinero, los tres nuevos hermanos dedicaron parte de sus campos al cultivo de arroz y donaron los beneficios de la cosecha para la obra de construcción.

El hermano Tuart no tenía donde cultivar arroz, así que, para contribuir al proyecto, pidió al banco un préstamo de 200 florines, que devolvería poco a poco con sus escasos ingresos. Aquellos cuatro hermanos eran pobres, pero alcanzaron su meta y edificaron un hermoso Salón del Reino.

Dicho sea de paso, cuando las obras de construcción estaban avanzadas, estos hermanos dejaron de trabajar para asistir a una asamblea especial en Paramaribo. El lunes 18 de enero de 1954 por la tarde, estuvieron entre los 159 que escucharon los discursos de los hermanos Knorr y Henschel.

“Mientras estábamos en la asamblea, los hermanos Knorr y Henschel dijeron que querían visitar nuestro nuevo Salón —recuerda Leo Tuart, que hoy día tiene setenta y siete años⁠—. Estaba un poco nervioso —dice al tiempo que se coloca el sombrero de fieltro⁠—, aunque no tenía razón para ello, pues los dos nos felicitaron por el trabajo. ‘La única sugerencia —dijo el hermano Knorr⁠— es que no se les ocurra cortar ese precioso mango que hay frente al Salón, pues les dará sombra y frescor.’ Seguimos su consejo, así que el árbol todavía está allí, dándonos sombra, frescor y mangos.”

Se adentran en las zonas rurales

Para mantenerse al paso con el crecimiento, la sucursal se trasladó a una casa de cuatro plantas de la calle Zwartenhovenbrug. La planta baja la ocupaba una zapatería llamada Fathma. En el primer piso estaban el Salón del Reino y la cocina, mientras que el segundo servía de sucursal y hogar misional, y en el último se almacenaban las publicaciones.

Desde allí, Muriel Simmonite, entonces de veintiocho años, iba periódicamente a predicar a Onverwacht y Paranam, dos pueblos que están a unos treinta kilómetros al sur de Paramaribo. “Por la mañana temprano nos montábamos gratis en el autobús que llevaba a los trabajadores de una mina de bauxita —recuerda Helen Voigt, que acompañaba a Muriel una vez a la semana⁠—. Predicábamos a los que vivían cerca de la mina, al mediodía nos tomábamos un emparedado, luego seguíamos predicando y finalmente regresábamos con los trabajadores en el autobús. Llegábamos a casa alrededor de las seis de la tarde, cansadas, es cierto, pero satisfechas.”

Con el tiempo Muriel se puso en contacto con Rudie Pater, un hombre delgado y de carácter tranquilo que aceptó la verdad. Rudie quería llevar la verdad más lejos y para ello contaba con el medio de transporte: una gran motocicleta Harley-Davidson.

Él recuerda: “Muriel iba a Paranam temprano y se quedaba trabajando todo el día. Por la tarde yo iba allí en mi Harley, me encontraba con ella y conducíamos más estudios bíblicos. Cerca de la medianoche, Muriel se montaba en la parte trasera de la Harley y volvíamos a casa”.

¿La boda, o un coche?

La respuesta en aquellos pueblos era tan prometedora, que Rudie pensó en comprarse un coche para que más publicadores los acompañaran. “Tenía algunos ahorros —explica Rudie⁠—, pero como iba a casarme pronto, los necesitaba para la boda. Se lo comenté a Mary, mi prometida, que también estudiaba la Biblia, y concordó en posponer la boda. Así que me compré un Hillman de fabricación inglesa, y desde entonces hubo cinco hermanos predicando en las zonas rurales.” ¿Con qué resultados? En 1954 ya había estudios de grupo en Paranam, Onverwacht y otras tres poblaciones fuera de la ciudad.

Por cierto, la boda se celebró, y hoy día, el hermano y la hermana Pater son unos publicadores muy apreciados en Paramaribo.

Cambio de superintendente

Para finales de 1954 se habían producido varios cambios. Se habían marchado Shedrick y Wilma Poyner, dos misioneros muy eficientes; Max y Althea Garey se habían ido a Curazao, donde sirvieron de misioneros más de diez años antes de regresar a Estados Unidos; a los primeros precursores especiales nativos, Hendrik Kerk y Melie Dikmoet, la hija del zapatero Julián Dikmoet, se les había enviado a nuevos territorios, y la esposa de Burt Simmonite, Connie, esperaba familia, de modo que pronto tendría que llegar otro misionero para relevar al hermano Simmonite como superintendente de sucursal.

Así que en noviembre de 1954 Burt dejó la superintendencia del país en manos de Dirk Stegenga, un tímido misionero holandés de solo veintidós años. Por supuesto, el hermano Stegenga necesitó un tiempo de adaptación.

Comienza la vida misional

Dirk, que hoy tiene cincuenta y siete años, recuerda: “Burt y Connie se marcharon a la obra de circuito dos días después de mi llegada, y Muriel estaba fuera del país, así que allí me hallaba yo, nervioso y solo en aquella gran casa”.

Cuando estaba a punto de quedarse dormido, un sonido penetrante, piii, piii, traspasó su habitación. Era el silbido de un tren de vapor que tomaba una curva cerca de la casa. Cuando recobró la velocidad, el chucuchú del motor ahogó todo ruido del exterior. La calle, la casa y la habitación se llenaron de humo grasiento y chispas. “A continuación —continúa Dirk⁠—, contemplé boquiabierto a las chispas danzarinas aterrizar sobre las camisas de nailon 100% que había traído de Nueva York, atravesándolas y dejándolas con un copioso rastro de agujeros. Me quedé casi sin ánimo.”

Durante los siguientes días continuaron el calor, el ruido, el humo, las chispas y los agujeros en las camisas. “Y por si fuera poco —añade Dirk⁠—, llegue a ver ratas enormes corriendo por la cocina. Para entonces, ya no podía soportarlo más.” Por fortuna, Helen Voigt sentía lástima del misionero solitario, así que le daba de comer para hacerle la vida más agradable. “Helen era como una madre”, dice Dirk agradecido.

Una vez que regresaron los demás misioneros, Dirk no tardó en sentirse a gusto, y, con la guía de Burt, se aplicó al trabajo.

Algunos meses más tarde, Dirk y Burt dirigieron su atención a un territorio difícil donde aún no se había predicado: la selva tropical. ‘¿Lograremos establecer la obra allí?’, se preguntaban. Para descubrirlo, en septiembre de 1955 hicieron su equipaje y tomaron el tren de vapor hacia la densa selva. Comenzaba un capítulo apasionante de la predicación del Reino.

Corresponsales de ¡Despertad! en territorio hostil

Hasta entonces, ningún habitante de la selva tropical (amerindios y negros bush) había aceptado la verdad. Algunos negros bush habían escuchado el mensaje del Reino por primera vez en 1947, cuando se pronunciaron discursos en el cuartel militar donde se alojaban mientras visitaban la capital.

Además, en 1950 dos hermanos visitaron Gansé, un poblado bush de 1.300 habitantes situado a orillas del río Surinam. Ante esto, el pastor de la Iglesia morava se puso a decir: “Hay dos falsos profetas vendiendo libros”. Así que poco después de que los Testigos colocaran cuatro libros en la choza de un anciano, cientos de feligreses, instigados por el pastor, se pusieron a perseguirlos hasta el río con la intención de lincharlos. Los hermanos se metieron rápidamente en la canoa y se alejaron remando. Poco faltó para que los atraparan.

Cinco años después, mientras el tren de vapor que llevaba a Burt y Dirk entraba en la última estación, Kabel, a unas dos horas en bote de su destino final, Gansé, este suceso estaba muy vivo en su mente. ¿Cómo los tratarían esta vez? Para evitar reacciones hostiles, la Sociedad había pedido por escrito al jefe del poblado permiso para que dos corresponsales de ¡Despertad! visitaran Gansé a fin de recoger información para un artículo sobre los negros bush. La respuesta del jefe había sido que serían bien recibidos.

Cuando llegó a Gansé la embarcación de Burt y Dirk, el jefe y sus ayudantes estaban listos para la recepción. “Nos recibieron como a reyes —relata Dirk⁠—. Tras mostrarnos dónde nos alojaríamos, una de las mejores casas del poblado, nos escoltaron hasta el río para que nos bañásemos, e incluso tuvieron la delicadeza de darse la vuelta hasta que acabamos. Luego conversamos amigablemente con ellos, en especial Burt, que hablaba sranan tongo.”

Al día siguiente, mientras les enseñaban el poblado, los hermanos testificaron con prudencia a algunos vecinos. Unos días más tarde, el domingo por la mañana temprano, partieron hacia Kabel. Allí pernoctaron en una pensión en espera del tren del día siguiente. *

Remó en busca de los misioneros

Horas después de que los misioneros se fueron de Gansé, llegó Frederik Wachter, un negro bush de dieciocho años que vivía en el poblado. Sus amigos le dijeron que habían estado allí dos hombres blancos, altos, que parecían testigos de Jehová. Frederik se descorazonó, pues llevaba un año buscando a los Testigos, y ahora que habían venido, ¡se habían vuelto a marchar! Sin embargo, cuando se enteró de que partirían en el tren del día siguiente, se dijo: “Debo alcanzarlos antes de que se vaya el tren”. ¿Lo lograría?

Cuando el lunes por la mañana los misioneros se despertaron, se dieron cuenta de que un negro bush bajito y tímido los esperaba fuera. Frederik les preguntó: “¿Estuvieron predicando en mi poblado?”. “Sí —contestaron los misioneros con sorpresa⁠—, ¿por qué lo preguntas?”

“Como me perdí su visita, he venido para conocer más sobre sus enseñanzas.” Los misioneros se sentaron con él y procedieron a dar respuesta a sus preguntas acerca del sábado, el bautismo, el Reino y muchas otras; pero también sentían curiosidad por saber cómo había oído hablar de Jehová por primera vez aquel muchacho de mente despierta. La historia era la siguiente:

En 1950, poco antes de que se echara de Gansé a los hermanos que mencionamos antes, le colocaron cuatro libros al tío de Frederik. Cuatro años después, este los encontró, los leyó y aprendió cuál era la verdadera condición de los muertos. A partir de ese momento, se negó a participar en las ceremonias supersticiosas de la tribu. También abandonó la religión de los hermanos moravos, y su deseo era encontrar a los testigos de Jehová algún día.

Aquel lunes por la mañana su deseo se había realizado. Como el tren ya estaba entrando en la estación, los misioneros le dejaron, no sin antes darle el libro “Sea Dios veraz” e invitarle a visitar la sucursal cuando fuera a la capital. Frederik les prometió que así lo haría.

El primer hermano bush

Un mes después, en octubre, un joven descalzo llamó a la puerta del hogar misional. Dirk Stegenga recuerda: “Frederik había leído el libro ‘Sea Dios Veraz’, recordaba hasta el más mínimo detalle y entendía la verdad. Durante dos semanas vino todos los días al hogar misional para estudiar, pero no asistía a las reuniones, algo que no entendíamos”.

“Cierto día, después de haberle invitado de nuevo —continúa Dirk⁠—, Frederik bajó la mirada y musitó: ‘No tengo zapatos’. Le avergonzaba asistir. Por supuesto, no queríamos dárselos y hacerle un cristiano de conveniencia, de modo que le dije: ‘Pasaremos una película, así que estará oscuro y nadie se dará cuenta de que no los llevas’. Nos alegró muchísimo ver a Frederik en el auditorio aquella noche.” Y él se puso muy contento al enterarse gracias a la película “La Sociedad del Nuevo Mundo en acción” de que miles de africanos servían a Jehová con alegría, ¡y tampoco llevaban zapatos!

Dos semanas después, Frederik volvió a casa con otro deseo: asistir a la asamblea “El Reino Triunfante” en diciembre de aquel año. Con objeto de ahorrar el dinero para el viaje, trabajó día tras día, hasta que por fin lo consiguió. Se bautizó el 11 de diciembre. ¡Cuánto nos alegró dar la bienvenida aquel día a nuestro primer hermano bush! En la actualidad, el hermano Wachter aprovecha su gran capacidad de recordar versículos de la Biblia en el servicio de precursor especial. “La experiencia de Frederik —resume Dirk⁠— me recuerda que somos instrumentos humildes en las manos de Jehová. Después de todo, nosotros no le encontramos a él, sino él a nosotros.”

Una película influye en la decisión del gobierno

Meses antes se había usado con otro fin la misma película que ayudó al hermano Wachter. ¿Qué fin? Pues bien, al enterarse en la sucursal de que se había asignado a Surinam a dos nuevos misioneros, solicitaron los permisos de entrada, pero el procurador general, un protestante devoto, se negó a concederlos. No obstante, en cuanto se fue de vacaciones, se concertó una entrevista con el ministro de Justicia y de la Policía, que era musulmán. ¿Podrían convencerle? Dirk relata:

“Tras haberme escuchado, el ministro sacó una carpeta con revistas La Atalaya subrayadas. Entonces leyó en una de ellas que los testigos de Jehová no apoyan los planes quinquenales de este mundo. ‘Como Surinam sigue un plan quinquenal —dijo⁠—, no queremos una religión que se oponga a este’.”

El superintendente de la sucursal le aclaró nuestra postura sobre la obediencia a los gobiernos, y eso pareció dejarle satisfecho. El verdadero obstáculo a la obtención de los permisos era, no obstante, el clero. “Como el ministro era musulmán —prosigue Dirk⁠—, le expliqué que la cristiandad nos tenía aversión porque no creíamos en la Trinidad, sino que, al igual que los musulmanes, creíamos en un solo Dios verdadero. El ministro halló interesante la explicación, tras lo cual fue más comprensivo y prometió ayudarnos.”

Pasaban las semanas sin que tuviéramos noticias, hasta que un día el doctor Louis Voigt, que más tarde se haría Testigo, nos propuso lo siguiente: “Puesto que el ministro y el sustituto del procurador general son pacientes míos, voy a invitarlos a venir con sus esposas a mi casa, y ustedes, los misioneros, también pueden venir a proyectar la película de la Sociedad. Quizás así se acaben los prejuicios”.

Y así fue. Los funcionarios del gobierno vieron la película de la Sociedad y se quedaron impresionados. “Conseguimos los permisos dos semanas más tarde”, informa Dirk. Los misioneros Willem y Grietje van Seijl (conocidos familiarmente como Wim y Gré) ya podían venir.

Una gélida recepción

El siete de diciembre de 1955, el procurador general, de vuelta de sus vacaciones y muy enfadado, esperaba impaciente que arribara el viejo carguero Cottica. Cuando Wim y Gré van Seijl desembarcaron, los llamó a su presencia. “Nos miró como si fuéramos criminales —recuerda Wim⁠— y dijo: ‘Solo pueden evangelizar en Paramaribo. Si dan un solo paso fuera de la ciudad, serán expulsados’. Tras esto, nos entregó un documento que fijaba las restricciones y nos dejó marchar. Una bienvenida calurosa, sin duda”, añade el hermano van Seijl con ironía.

De todas maneras, los dos misioneros fueron un gran apoyo para la congregación. Era de esperarse, pues antes de venir a Surinam, contaban con un registro de servicio excelente. Ambos habían conocido la verdad durante la ocupación nazi de los Países Bajos, se habían bautizado en 1945 y después habían adquirido experiencia en la obra de circuito.

Su ayuda contribuyó a que hubiese aumento. En febrero de 1956 la sucursal escribió: “Hemos dividido y formado dos congregaciones”. En abril informó: “Lo hemos logrado: el aumento ha sido del 47%”. Y en junio dijo: “¡Ya somos doscientos publicadores!”. Concluyó: “Hay magníficas perspectivas”.

En cuanto a la familia del hermano Simmonite, que había aumentado con el nacimiento de Candy, se trasladó al año siguiente a una plantación de cocos de Coronie, para participar en el servicio de precursor especial. No obstante, ese mismo año tuvieron que regresar a Canadá debido a la delicada salud de Burt. Durante los ocho años que permanecieron en Surinam, se entregaron en cuerpo y alma a la obra. Con la bendición de Jehová, Burt había pastoreado la congregación con buenos resultados, viéndola crecer, por decirlo así, desde que era una niña inestable hasta madurar y hacerse una joven responsable, sin duda todo un logro. Hoy día, la familia Simmonite ayuda a cuidar de los intereses del Reino en Guatemala.

Un acto de fe de una hermana necesitada

Cierto día de 1955, Stella Daulat caminaba a casa muy pensativa tras haber asistido a una reunión en el ruinoso Salón del Reino que había encima de la zapatería. Al llegar a su casita, rodeada de mangos y caimitos, ya se había decidido: ‘Voy a ofrecer mi terreno a la congregación para que tenga un lugar donde construir un Salón mejor’. Habló de esto con su madre, que también era Testigo, y las dos decidieron que lo regalarían. Lo único que pidió Stella fue que, en vista de que no tenía a donde ir, si era posible, los hermanos le trasladasen la casa a la parte posterior de la parcela, a lo que estos respondieron: “No hay ningún inconveniente. La trasladaremos”.

Ha de tenerse en cuenta, no obstante, que el terreno —una propiedad que la hermana Daulat había heredado de su bisabuela, quien a su vez la había recibido en 1863 tras ser libertada de la esclavitud⁠— no solo era donde vivía, sino también una fuente de sustento, pues obtenía unos pequeños ingresos de vender la fruta de los árboles. Así que renunciar al terreno significaba renunciar a su sustento. “La decisión de Stella fue un acto de fe”, dice con admiración un hermano.

Aunque los hermanos aceptaron el regalo agradecidos, carecían de los fondos necesarios para construir. De todas formas, unos meses más tarde no tuvieron otra opción. ¿Por qué? Cierto día de diciembre de 1955 en que había más de cien personas sentadas en el viejo Salón del Reino, el edificio empezó a estremecerse porque la estructura ya no podía soportar tanto peso. “Estábamos muy preocupados, —recuerda Wim van Seijl⁠—. Parecía que el suelo cedería de un momento a otro y acabaríamos todos entre los zapatos del piso de abajo.” Al final de la reunión, se anunció que los de la primera fila podían levantarse y bajar las escaleras mientras los demás permanecían sentados. Después salió la siguiente fila, y así sucesivamente, hasta que el Salón quedó vacío. “Aquel día —añade Wim⁠— afrontamos el problema y dijimos: Con o sin dinero, vamos a construir otro Salón.”

El nuevo Salón augura una nueva era

El supervisor de las obras fue Willem Telgt, bautizado en 1919. “No te molestes en sacar los muebles —le dijo a Stella⁠—. Trasladaremos la casa tal como está.” La gente que pasaba se quedaba mirando cómo los hermanos levantaban la frágil casa y la colocaban sobre troncos, con los que la llevaron rodando hasta la parte trasera. “¿Puede dar la ventana a la calle? —preguntó Stella⁠—. Así tendré una vista mejor.” Ningún inconveniente. Giraron la casa un cuarto de vuelta. Hecho esto, Stella entró, enderezó los cuadros de la pared, puso su silla frente a la ventana y ya estaba lista para ver los trabajos del equipo de construcción. ¿Qué vio?

Primero, los hermanos arrancaron los árboles. Luego echaron los cimientos y construyeron paredes macizas de hormigón. Aunque se quedaron sin fondos, la construcción siguió adelante gracias a un préstamo de la Sociedad. Hubo que dedicar seis meses de trabajo y trece mil florines ($7.000 E.U.A.), pero al fin se terminó el Salón, con capacidad para doscientas personas. La fecha de dedicación se fijó para el trece de enero de 1957.

Durante la construcción, más de un publicador comentó: “Este Salón nos servirá hasta Armagedón”, pero después de la dedicación, ya no estaban tan seguros, pues asistieron 899 personas. Todo el auditorio —tanto los que estaban en el Salón, como en las repisas de las ventanas y en el exterior⁠— disfrutó de un programa de discursos y diapositivas, amenizado por las excelentes actuaciones de un coro formado solo por Testigos. Aquella noche los hermanos volvieron felices a sus casas, pues preveían una nueva era de expansión en Paramaribo.

Un vecino encantador de serpientes

Con el tiempo se hizo necesario llevar el hogar misional a un edificio mejor, pues el viejo no solo tenía ratas, sino también serpientes. ¿Cómo se había llegado a esta situación? Un hechicero que practicaba el demonismo ayudado de tapijtslangen (boas) vivía con sus serpientes en un patio colindante al hogar misional. A veces las boas de dos metros se escapaban de su cesta y se deslizaban hasta el cobertizo de las bicicletas del hogar. “Cuando Gré y Muriel iban a buscar las bicicletas —cuenta Wim van Seijl⁠—, se encontraban cara a cara con las boas colgando del techo.” Y Gré añade: “Las serpientes incluso llegaron a subirse hasta la cocina reptando por las escaleras”.

No sorprende que los misioneros no se entristecieran cuando se trasladó la sucursal y el hogar misional a la calle Weide de Paramaribo.

Adiós y hasta la vista

En 1958, solo quedaron cuatro misioneros al marcharse Muriel Simmonite, una trabajadora devota que había ayudado a muchos a aceptar la verdad. Después se casó con el misionero Walter Klinck, por entonces el superintendente de la sucursal de Liberia, donde la hermana soportaría severo maltrato por causa de la verdad. Finalmente, ella y su esposo tuvieron que regresar a Estados Unidos por motivos de salud. Hoy día Muriel acompaña a su esposo en la obra de circuito en ese país.

También en 1958 despidieron a Max Rijts, de veinticinco años, el primer precursor surinamés que asistía a la Escuela de Galaad. Este afable hermano, que había conocido la verdad por medio de Burt durante el tiempo en que trabajó de maestro en Coronie, asistió a la clase 32 de Galaad y regresó a Surinam. Le esperaba una gran cantidad de trabajo.

Los habitantes de la selva suplican ayuda

Recién llegado de Galaad, Max recibió una asignación trabajosa: hallar a las personas interesadas que vivían a orillas de los ríos de la selva tropical. Semanas después de su primer viaje, la sucursal recibió una carta de un poblado bush. “Gracias por enviar al hermano Rijts, pues me ha hecho muy feliz al revelarme el evangelio —escribió un miembro de la tribu⁠—. Intento predicar las buenas nuevas de casa en casa. Tanto yo como muchos de mi tribu queremos aprender más sobre esto.” El mensaje era claro y rotundo: “Estamos dispuestos, pero necesitamos ayuda”.

El circuito acudió en su ayuda, para lo que compró un bote con un motor fuera borda de diez caballos. Una tripulación de tres hermanos partió corriente arriba del río Surinam con una misión doble: predicar en los poblados y localizar un lugar que sirviese de centro de operaciones para los precursores especiales.

Tras haberse adentrado unos cien kilómetros, descubrieron sorprendidos un poblado que no figuraba en el mapa. Se enteraron de que ochocientos bush de todos los rincones de la selva tropical se habían establecido allí temporalmente, para trabajar en la construcción de una presa y una central hidroeléctrica. Los hermanos comprendieron que habían hecho un descubrimiento de gran importancia. Este poblado, Suralcokondre, ofrecía la insólita oportunidad de predicar en un solo lugar a gente de muchas tribus, como saramaccanes, aucanes, matuaries, alukus, paramaccanes y kwintis. Sin duda, era el lugar al que había que enviar a los precursores especiales.

El bote volvió al poblado dos meses más tarde. El cargamento de publicaciones, los sacos de arroz, los utensilios de cocina y las hamacas mostraban que los tripulantes, Max Rijts y Frederik Wachter, pretendían quedarse. Como no había oposición de ningún jefe de poblado ni del clero, veinte bush de diversas tribus pronto empezaron a estudiar la Biblia con los Gado Wortu sma (gente de la Palabra de Dios), como llamaban a los hermanos en el poblado. Tiempo después se organizaron reuniones, y al año siguiente Suralcokondre llegó a ser la primera congregación de la selva tropical.

Cuando a finales de 1963 se terminó la presa y los bush de Suralcokondre regresaron a sus lugares de origen, veintiuno de ellos se llevaban algo precioso: el conocimiento exacto de Jehová Dios. Así se introdujo la verdad en varios poblados dispersos por toda la selva tropical. El hermano Rijts concluye: “No hay duda de que Jehová nos dirigió a Suralcokondre”.

“Jehová los está haciendo entrar”

También se vio la guía de Jehová en lo sucedido a orillas de otro río, el Saramacca. Una mañana de finales de 1960, Seedo, un piadoso negro bush, iba en su canoa a la iglesia. Hacía algunos años que se había apartado del animismo, había recibido el bautismo de los hermanos moravos y se había ido a vivir más cerca de la iglesia para servir mejor a Dios.

Al acercarse a la iglesia, oyó mucho bullicio, y entonces vio frente a ella mesas cargadas de géneros. Estaba en medio de una venta benéfica. Recordó el relato bíblico en el que Jesús echaba a los mercaderes del templo, y se preguntó: “¿Cómo es posible que tengan un mercado aquí?”. Hastiado, se dio la vuelta, volvió a su casa y le dijo a su esposa: “¡Jamás volveré a la iglesia!”.

Sin embargo, su deseo de servir a Dios no remitió, así que cuando un conocido le habló de los Testigos, en seguida se despertó su interés. “Quizás sean auténticos cristianos”, pensó, y decidió averiguarlo. En enero de 1961, Seedo y su amigo Baya Misdyan viajaron a la capital y entraron en el estadio de fútbol donde se celebraba la asamblea. Más de una cabeza se giró.

Natalie Hoyt Stegenga, que había sido misionera en Uruguay y después se había casado con Dirk, recuerda: “Nos impresionó tanto verlos, que exclamamos: ‘¡Negros bush!’”. El único hermano bush que había hasta entonces era Frederik Wachter, y en ese momento llegaban inesperadamente dos más. La hermana Stegenga añade: “Los misioneros comentamos entre nosotros: ‘Jehová los está haciendo entrar. ¡Ya llegan!’”. En efecto, Seedo y Baya entraron en la verdad. Una vez que aprendieron los requisitos de Jehová, legalizaron sus matrimonios, se bautizaron y se convirtieron en celosos predicadores a lo largo del río Saramacca.

Mientras tanto, otros precursores también habían hallado interés en las riberas del río más oriental del país, el Marowijne. Así que a principios de los sesenta ya se había establecido un centro de operaciones en el curso de tres ríos para avanzar hacia la selva tropical.

La primera publicación en sranan tongo

Muchos de los bush que aceptaron la verdad en aquellos años recuerdan a Philie Slagtand, quien antes de ser Testigo había sido activista política. Pese a que padecía de filariosis al grado de que una pierna se le hinchaba mucho, pacientemente tradujo al sranan tongo el folleto “Estas buenas nuevas del Reino”, la primera publicación de la Sociedad en esta lengua criolla, a la que esta hermana traduciría varias publicaciones. Con el tiempo, la enfermedad obligó a amputar la pierna afectada, y tuvo que regresar a los Países Bajos. “Aún hoy, siempre que viajo a los Países Bajos —dice un anciano⁠—, algunos hermanos bush me dan cartas para que se las entregue. No han olvidado los amorosos desvelos de su primera traductora.”

Se llega a miles en las zonas rurales

A principios de los sesenta, aumentó la cantidad de ayudas para la predicación del Reino. En la asamblea de 1961, Milton G. Henschel presentó el libro De paraíso perdido a paraíso recobrado en holandés. A los ocho meses ya se habían distribuido los 3.800 ejemplares recibidos.

En la misma semana de la asamblea, la emisora de difusión nacional Apinti entrevistó al hermano Henschel. Después de la entrevista, este pidió permiso para emitir programas con regularidad, petición a la que accedió el propietario de la emisora, de modo que ya lleva casi tres décadas en antena difundiendo la verdad bíblica el programa semanal de quince minutos “Asuntos en los que piensa la gente”.

Además de emplear la radio para difundir las buenas nuevas, los hermanos exhibieron las películas de la Sociedad en muchas localidades, pese al gran esfuerzo que entrañaba. Un precursor relata: “Como pude, até con correas a la motocicleta el proyector Bell & Howell, las cajas de rollos de película y un generador, y me dirigí a las zonas rurales. Las películas atraían a la gente de los pueblos por cientos, y a los mosquitos, por miles”. Gracias a estas películas, para 1961 habían oído el mensaje del Reino 30.000 personas. Se había roturado el terreno de las zonas rurales y se habían echado las semillas, por decirlo así. Era el momento de volver a enviar obreros para regar las semillas de la verdad. Pero, ¿a quiénes?

Jóvenes pioneros de buena disposición

Al prever que se necesitarían precursores dispuestos a trabajar en las zonas rurales, Dirk Stegenga y Wim van Seijl reunieron una docena de jóvenes. Jusuf Sleman, entonces de veinte años, recuerda: “Dirk y Wim consideraban con nosotros una vez por semana doctrinas bíblicas, objeciones del ministerio del campo y problemas a los que nos enfrentaríamos. Al acabar el período de instrucción, sabíamos qué se esperaba de nosotros: salir a abrir camino”. Y marcharon hacia sus nuevas asignaciones, bien a pie, en autobús, en bicicleta o en canoa.

Paul Naarendorp, un hermano capacitado que tenía poco más de veinte años, recuerda cómo viajaba en la motocicleta: “Sujetaba entre las piernas un catre plegable, y en la parte de atrás ponía la maleta, la bolsa con las publicaciones y otras pertenencias. Claro que cuando me casé, en 1963, la carga se duplicó: dos catres, una maleta más grande, dos bolsas para la predicación y, por supuesto, mi esposa”. Pese a todo, añade: “Eran tiempos felices”.

Hille de Vries, de veintitrés años, y su hermana Loes, de diecinueve, recibieron la asignación de servir en un pueblo al noroeste del país. “De los cuarenta y cinco florines ($25 E.U.A.) de ayuda mensual que recibíamos, quince eran para el alquiler de una casa que no tenía ni agua corriente ni electricidad —recuerda Hille⁠—. Nos bañábamos con el agua de una zanja y bebíamos agua de lluvia.”

Loes recuerda: “Al no tener dinero para comprar suficiente petróleo, encendíamos la lámpara solo durante las reuniones, y las demás noches nos quedábamos a oscuras. Trocábamos publicaciones por comida y así siempre cubríamos las necesidades. A pesar de las dificultades, éramos felices”.

“¿Hay serpientes en esta zona?”

Visitar a publicadores aislados era una de las emocionantes experiencias de las que disfrutaban estos jóvenes precursores. Acompañemos a Paul Naarendorp en un viaje que hizo con Richenel Linger, un humilde pescador sexagenario que vivía en una choza cerca de la costa atlántica.

El hermano Linger hacía un viaje para predicar todas las semanas. Aunque solía ir solo, en aquella ocasión le acompañaba Paul. Salieron a las tres de la madrugada y remaron corriente arriba durante tres horas, hasta llegar a un poblado amerindio donde predicaron todo el día. A las siete de la tarde ya estaban de vuelta en casa, y dos horas después tomaban la primera comida caliente del día. Ni que decir tiene que les supo a gloria.

Paul, que era un muchacho de ciudad, preguntó preocupado: “¿Hay serpientes en esta zona?”. “Bueno, hay algunas —contestó el hermano Linger con toda tranquilidad⁠—, sobre todo sakasnekis (serpientes de cascabel tropicales).” “¡Su picadura es mortal!”, dijo Paul sobresaltado. “La semana pasada había una ahí —prosiguió el hermano Linger, señalando al techo de paja, justo encima de Paul⁠—. La vi mientras comía, y me dije: ‘Quédate ahí y verás lo que te espera’. Después de comer y fregar los platos, la maté con un machete.” Entonces separó las manos algo más de un metro y añadió: “Era así de larga”. Paul volvió a sobresaltarse.

No es que el hermano Linger pretendiese asustar a su visitante, pero es que para él no era más que un suceso normal de la vida diaria. “Aquella noche —recuerda Paul⁠—, me acurruqué con la cabeza tapada con la sábana y le estuve orando mucho rato a Jehová antes de dormirme.”

Sí, las experiencias de muchos de aquellos jóvenes precursores de los sesenta les ayudaron a madurar, y hoy son pilares de las congregaciones.

Un ávido estudiante se instala con los misioneros

Otro precursor de entonces, el joven de diecinueve años Cecyl Pinas, trabajó incansablemente en Wageningen, un pueblo que está a unos 190 kilómetros al oeste de la capital. Allí conoció a Adolf Gefferie, Jef, un mecánico de veintiún años que absorbió la verdad en cuanto la oyó.

Los estudios bíblicos con él duraban tres o cuatro horas. Cierto día, tras acabar un estudio, Cecyl y su compañero le dijeron: “Jef, estamos cansados. Nos vamos a casa”, a lo que este respondió: “Les acompañaré hasta la mitad del camino”. A mitad de camino los precursores se detuvieron, pero como el joven seguía haciendo preguntas bíblicas, continuaron andando con él pegado a ellos. Al llegar a casa, le dieron las buenas noches, pero él siguió haciendo preguntas. “Mira, Jef —dijo Cecyl⁠—, puedes seguir con las preguntas, pero yo me voy a la cama, así que si no te contesto, es que estoy dormido.” Jef pensó que era una buena idea, así que se acostó en el suelo, y la conversación continuó hasta que Cecyl se quedó en silencio.

Al día siguiente se fue con sus efectos personales al hogar de los precursores. “Antes de que nos diéramos cuenta —dice Cecyl riéndose⁠—, se había instalado en nuestra casa y estábamos estudiando siempre que teníamos libre. A los tres meses se bautizó y dos años después ya era precursor especial.”

De una máquina a un nuevo Salón

El entusiástico Jef, uno de los tres mecánicos de Wageningen, vio una excavadora de cuchara de arrastre que había sido desechada y propuso: “Podemos comprarla, repararla y luego venderla, y lo que saquemos lo empleamos en un Salón del Reino”. Al hablar con los propietarios, estos les dijeron: “Llévensela. No es más que un montón de chatarra sin arreglo”.

Tras quitar maleza de la altura de un hombre, encontraron la excavadora, que estaba medio desmontada y bastante deteriorada. Poco a poco, compraron las piezas que faltaban y la repararon. Dos años después, llegó el día de probar el motor. Jef relata: “Estábamos impacientes por ver qué pasaba. Un hermano arrancó y ¡funcionaba! Nos pusimos a gritar de alegría. A continuación, la excavadora se puso en marcha, lo que provocó más gritos de júbilo. Fue un momento maravilloso”.

Se vendió la máquina por 15.000 florines ($8.300 E.U.A.), que se emplearon, junto con un préstamo, para construir un Salón del Reino y una casa para precursores. Así se puso una buena base para la adoración verdadera en las zonas rurales.

A través de los años varios precursores y misioneros han edificado sobre esta base. Hoy día sirven en Wageningen unos queridos hermanos de Namibia: los graduados de Galaad Riaan y Martha du Raan.

En 1963, el anciano hermano Telgt de nuevo tenía un proyecto de construcción entre manos: una nueva sucursal y hogar misional en la capital. Para que los hermanos se familiarizasen con la nueva ubicación, se celebró una asamblea en el solar. Cientos de pies nivelaron el terreno, dejándolo listo para el comienzo de las obras. Posteriormente llegaron cien voluntarios, muchos de ellos artesanos jubilados, que acabaron la construcción en año y medio. El edificio de Wichersstraat, de dos plantas, con espacio para oficinas, un Salón del Reino y habitaciones para los misioneros, alberga la sucursal desde agosto de 1964.

El libro Paraíso prepara el camino

Concluidas las obras de la sucursal, los hermanos se concentraron en la predicación a lo largo de tres ríos: el Saramacca, el Surinam y el Tapanahoni. Nel Pinas, hermano de Cecyl, y Baya Misdyan, viajaron hasta donde habita la tribu bush de los aucanes, las orillas del lejano río Tapanahoni, una zona que todavía ningún Testigo había visitado, aunque sí había llegado el mensaje del Reino. El libro De paraíso perdido a paraíso recobrado había preparado el camino. ¿Cómo?

En 1959, Nel Pinas estuvo explicando los dibujos del libro a Edwina Apason, una aucana analfabeta que conoció en Albina, un pueblo del nordeste de Surinam. A Edwina le encantó lo que aprendió, pero a los siete meses regresó al Tapanahoni, así que se perdió el contacto.

Ocho años después, Nel volvió a encontrarse en la capital con Edwina, quien le dijo que todo aquel tiempo había estado predicando a los de su tribu mediante los dibujos del libro Paraíso. Al enterarse de que la semana siguiente Nel iría al Tapanahoni, le rogó que buscara a dos jóvenes que tenían interés: Yabu y Tyoni.

Una respuesta alentadora

A los dos días de alcanzar el Tapanahoni, los hermanos lograron hallar el poblado de Yabu: Yawsa. Aunque en aquel momento Yabu no estaba, al día siguiente por la tarde fue a ver a los hermanos y les dijo que había roto con el demonismo y que quería servir a Dios. Tomó cinco días libres del trabajo y estudió con los hermanos ocho horas diarias. Concluido ese período, estaba deseoso de servir al Dios verdadero, Jehová.

A continuación, los hermanos iniciaron la búsqueda de Tyoni, una bush de veinte años que ya predicaba en su poblado, Granbori, valiéndose de los dibujos del libro Paraíso. Cuando su hermano, un hechicero, le quitó el libro, se echó a llorar y pidió en oración: “Jehová, por favor, dame otro libro Paraíso”. No es de extrañar que los dos hermanos se vieran obligados a encontrarla.

Un día la joven oyó que habían llegado Testigos a un poblado cercano, así que rápidamente se fue en su canoa hacia allí, solo para sufrir la profunda desilusión de ver que se habían ido. Los hermanos, sin embargo, regresaron más tarde y estudiaron con ella durante tres días, en el transcurso de los cuales les contó que cuando no tenía comida, sus familiares le ofrecían carne de caza sin desangrar, pero que siempre la rechazaba, y que pese a que su padre la había amenazado con golpearla si no abandonaba sus creencias, había declarado: “No cederé aunque me amenacen con matarme”. ¡Y eso que era analfabeta y había conocido la verdad por medio de dibujos! Conmovidos por su fe, los hermanos le dieron su último ejemplar del libro Paraíso. Tyoni abrazó el libro y, rebosante de alegría, dio gracias a Jehová por haber contestado su oración.

Los hermanos regresaron a Paramaribo dos meses después. Más adelante, Nel y su esposa, Gerda, fueron de precursores especiales al Tapanahoni y así edificaron sobre aquella base colocada en la selva tropical.

Llega más ayuda de Galaad

Poco después, en 1968, llegaron cuatro graduados de Galaad: los canadienses Roger y Gloria Verbrugge y los alemanes Rolf y Margret Wiekhorst, lo que duplicó el tamaño de la familia misional. Su carácter afectuoso, unido a su interés sincero por el bienestar de otros, hizo que en seguida se ganaran el cariño de los hermanos del país.

Algún tiempo antes también había llegado a Paramaribo Albert Suhr, graduado en 1953 de la clase 20 de Galaad. Había servido de misionero en Curazao por trece años, hasta que la epilepsia le obligó a marcharse e instalarse en casa de unos parientes de Surinam. Sin hacer caso de su enfermedad, volvió a emprender el servicio de precursor, en el que se mantuvo hasta que su salud decadente le hizo ingresar en un hogar de ancianos. Aun así, no iba a dejar de predicar el Reino. Visitémosle:

Por la mañana expone un surtido de revistas La Atalaya y ¡Despertad! en la sala de recreo; después copia el texto del día en letras grandes para un vecino de ochenta años que no ve bien; luego distribuye revistas entre los residentes y las enfermeras, y al acabar el día, realiza su estudio personal. “Mi delicada salud me impide hacer más —dice Albert, que en la actualidad tiene sesenta y ocho años⁠—, pero mi corazón aún desea servir a Jehová.” No obstante, se calla por modestia que en un mes reciente predicó durante ciento veintiséis horas. “Los hermanos que, como Albert, hacen su labor sin ostentación —dice un misionero⁠— nos recuerdan lo que es auténtica fe.”

La “asamblea del agua”

El número de publicadores se mantuvo alrededor de los quinientos por varios años, pero de repente creció a más de quinientos cincuenta. ¿Por qué hubo este aumento? Un informe de la sucursal dice: “La asamblea internacional ‘Paz en la Tierra’ ha tenido un efecto decisivo en la obra”.

Aquella asamblea de 1970 se recuerda como la “asamblea del agua”, pues la noche del 16 de enero llovió como no lo había hecho desde 1902, y se inundaron Paramaribo y su estadio, donde se celebraba la asamblea. Gré van Seijl recuerda: “Al despertarse aquella mañana, algunos publicadores se encontraron con agua en sus casas hasta la altura de las rodillas. Pese a todo, se fueron directamente a la asamblea”. Uno de los organizadores comenta: “Nos quedamos asombrados al ver a más de mil doscientas personas abrirse paso entre las aguas cenagosas con dirección al estadio. Jamás había asistido una multitud tan grande”.

¡Menudos autocares!

Si bien es cierto que solo había inundaciones muy de vez en cuando, eran habituales las averías de los autocares, tanto antes como después de las asambleas. Cierto domingo de finales de los sesenta, un grupo de 48 personas esperaba un autocar de 30 plazas que debía llevarlos de vuelta a Paramaribo, pero no llegaba. “Buscamos al conductor —recuerda Rolf Wiekhorst⁠—, y lo hallamos en medio de cientos de piezas del motor esparcidas a su alrededor. ‘Tengo problemas con la caja de cambios —dijo⁠—, pero lograré repararla’.”

Cuatro horas después comenzaba el viaje, y en seguida se extendió por todo el autocar un olor a quemado. “Solo funciona la cuarta velocidad”, explicó el conductor. Pasada la medianoche, el autocar rodó cuesta abajo hasta un pequeño embarcadero, pero ¿cómo iba a subir la cuesta con la cuarta velocidad? “Fue un espectáculo —prosigue Rolf⁠— ver a jóvenes, ancianos, hasta madres con niños pequeños, empujar el autocar al son de un cántico del Reino y del estruendo del motor. El autocar avanzó lentamente cuesta arriba hasta que lo logramos. A las tres de la madrugada ya estábamos en casa.”

En otra ocasión, la congregación de Nickerie también alquiló un autocar para desplazarse a una asamblea. Salieron a las siete de la mañana, pero no eran ni las diez y ya se había averiado el autocar en un camino desierto. El conductor se marchó, prometiendo regresar. “Nunca volvimos a verlo”, dice Max Rijts, uno de los pasajeros. Una vez agotadas la comida y el agua, dos hermanos se pusieron a caminar a lo largo de un canal en busca de ayuda. A las quince horas volvieron con una barca, y el viaje continuó. Llegaron a la asamblea a mediodía. Habían hecho un viaje de 240 kilómetros en treinta horas. Max añade riéndose: “Ah, el nombre que llevaba escrito el autocar era ‘Bienvenidos’”.

Resueltos a quedarse

Los Stegenga dejaron el hogar misional en septiembre de 1970 debido a que Natalie iba a tener familia. Dirk Stegenga había sido durante dieciséis años un superintendente de sucursal muy trabajador. La superintendencia del país pasó entonces al misionero Wim van Seijl.

“Aunque estábamos resueltos a quedarnos —informa Dirk⁠—, nos vimos en estrecheces.” Natalie añade: “Encontramos un lugar donde vivir, pero no teníamos para el alquiler. Ni siquiera teníamos una manopla de baño”. Poco después unos amigos los ayudaron y Dirk encontró un trabajo que le permitió cuidar de su esposa y de su hija, Cheryl. Hoy en día los Stegenga siguen en Surinam, y los tres son ministros de tiempo completo.

La emigración tiene como resultado una congregación y una escuela

A comienzos de los setenta, miles de negros bush emigraron a la capital en busca de empleo. “Algunos demostraron su anhelo por la verdad —recuerda Margret Wiekhorst⁠— al asistir a las reuniones de nuestra congregación pese a que se celebraban en holandés, idioma que no entendían.” A fin de ayudarlos, Frederik Wachter presentaba resúmenes de las asambleas en sus lenguas tribales. Después se organizaron más reuniones, y en junio de 1971 se formó la primera congregación de negros bush de la capital.

Se nombró precursoras especiales de esta nueva congregación a dos hermanas bush que habían aprendido a leer y escribir hacía poco, y ayudaron a varias familias a ponerse de parte de Jehová. Como los nuevos discípulos también querían aprender a leer, la congregación estableció una escuela.

Desde 1975 se usa el folleto Aprenda a leer y escribir en sranan tongo para enseñar a varios grupos dos veces por semana. Elvira Pinas, una de los ocho profesores, informa que “los estudiantes asisten a las clases fielmente porque anhelan leer la Biblia por sí solos. La constancia es otra de sus características, como lo prueba el caso de una hermana mayor que asistió a las clases durante siete años y ahora ya sabe leer”. Aunque hoy día el índice de analfabetismo de la población es del 20%, gracias a nuestra escuela, entre los Testigos bautizados es solo del 5%.

Un conflicto de creencias

Esta escuela produjo otro beneficio. En 1974 Edwina Apason (la mujer analfabeta que aprendió la verdad gracias a los dibujos del libro Paraíso) escribió: “Estoy muy contenta de que me hayan asignado de precursora especial al Tapanahoni. Cuando me marché de allí, no sabía leer, pero ahora ya sé, así que me siento más capacitada para ayudar a mi tribu”.

Con todo, el regreso de Edwina a sus raíces requería valor. ¿Por qué? Las personas de su tribu viven, comen, trabajan y duermen en temor de los antepasados muertos, y atribuyen a los amuletos la virtud de protegerlos de los espíritus malignos. También veneran la Naturaleza, pues creen que en los ríos, los árboles y las piedras residen espíritus vivientes. “Cualquier alteración de este modo de vida —dice Edwina⁠— causa una conmoción.”

Las enseñanzas bíblicas y las creencias tribuales chocaron por primera vez cuando Edwina estaba esperando la menstruación, pues los habitantes del poblado creen que sus amuletos pierden el poder cuando están cerca de una mujer con el período y que entonces un espíritu maligno puede atacar a toda la familia con una enfermedad mortal. Para que esto no ocurra, durante la menstruación las mujeres han de marcharse a una choza apartada del poblado. Como esta creencia se origina en el temor a los demonios, Edwina se negó a observarla, lo que, tal como había predicho, causó una conmoción.

Aunque recibió amenazas y hasta llegaron a apalearla, no cedió. Más adelante, algunas mujeres con las que estudiaba la Biblia imitaron su postura valerosa, lo que supuso que se las repudiara y expulsara de su cabaña. Edwina las acogió en su hogar y así este intrépido grupo resistió unido la venganza de la tribu sin dejar de predicar. Con el tiempo, acudió en su ayuda quien menos podían imaginarse. ¿Quién?

Un hechizado consigue la aprobación de Dios

Antes, la hermana Apason había predicado a Paitu, un hechicero septuagenario al que llamaban Amaka (Hamaca) debido a que la maldición de un hechicero rival le había arruinado la salud y confinado a su hamaca. Paitu en seguida entendió el mensaje de la Biblia, así que un buen día, ante la alarma de los habitantes del poblado, se levantó de la hamaca, juntó sus ídolos, amuletos y pócimas, se montó en la canoa y tiró al río todos sus objetos mágicos. Después de esto, su salud mejoró, y a partir de entonces acudió en defensa de las predicadoras.

Primero, construyó chozas para las mujeres que habían perdido sus hogares a causa de la persecución y después limpió un terreno para que lo cultivasen y así se ganasen el sustento. A partir de entonces, las mujeres progresaron rápidamente hasta el bautismo. Una de ellas, la hermana Dyari, exclamó emocionada por la ayuda recibida: “¿Cómo puedo agradecérselo a Jehová? La única manera es sirviendo de precursora”. Y eso es lo que ha estado haciendo hasta el día de hoy. Paitu se bautizó en 1975, el mismo año en que se formó una congregación de veinte publicadores en Godo Olo, el poblado de Edwina. ¡Qué recompensa para aquellos defensores de la adoración verdadera!

Se añaden otros grupos étnicos

¿Hasta qué grado se había difundido la adoración verdadera entre los sectores musulmán e hindú de Surinam? Si bien es cierto que hasta comienzos de los setenta solo unos pocos habían prestado atención, en 1974 la sucursal al fin pudo informar que algunos musulmanes de ascendencia indonesia habían respondido, lo que había requerido mucho valor de su parte. ¿Por qué decimos esto?

“Muchos viven en familias aferradas a sus tradiciones —explican Jan y Joan Buis, graduados de Galaad de ascendencia indonesia que han enseñado la verdad a varios musulmanes⁠—. Suelen enfrentarse a persecución cuando rompen con esas costumbres —añade Jan⁠—. Una vez estudié la Biblia con un joven musulmán cuyos parientes se ponían a barrer el suelo frenéticamente para darme a entender que no era bien recibido. Daba igual: estudiábamos en medio de la polvareda.” En vista del fracaso, optaron por entablar discusiones acaloradas. Como vieron que el joven seguía sin hacer caso, lo expulsaron de la familia. Entonces, se marchó de la capital y continuó su estudio de la Biblia, de modo que, con el tiempo, él y su esposa se hicieron Testigos.

“Años después —relata Jan⁠—, sus parientes se dieron cuenta de que era el único de la familia que no tenía problemas maritales. Además, la opinión que tenían de los Testigos mejoró notablemente cuando pidió a su madre que se fuera a vivir con ellos.” Su valor sirvió de acicate para que otros musulmanes se asociaran con nosotros.

¿Cómo iba la obra entre los hindúes?

Los hindúes constituyen hoy día el mayor grupo étnico del país. Pese a que las ceremonias religiosas son parte fundamental de su vida, el mensaje del Reino ha logrado atraer a la organización de Jehová a un número creciente de hindúes que aman la verdad. Un caso es el de Shama Kalloe, una joven nacida en una familia hindú que vivía cerca de Nickerie.

Su padre, un laborioso arrocero que se desvivía por sus doce hijos, le había recordado desde niña que debía ser fiel al hinduismo y casarse solo con otro hindú. “Siempre que un joven del vecindario se saltaba esas reglas —cuenta Shama⁠—, mi padre volvía a reiterarme sus deseos con lágrimas en los ojos.” Como amaba a su padre, estaba resuelta a no disgustarle.

En 1974, con diecinueve años, Shama asistió en Paramaribo a una escuela de formación del profesorado. En casa de su hermano encontró algunas revistas La Atalaya y ¡Despertad!, cuyos artículos captaron su interés, aunque dejaron su mente llena de preguntas. “Esto me hizo rogar a Dios que me pusiera en contacto con quienes tuviesen que ver con las revistas —continúa la joven⁠—. Al día siguiente me visitó una pareja de Testigos.”

Los misioneros Roger y Gloria Verbrugge empezaron a estudiar con ella dos veces por semana. “En seguida —relata Roger⁠— empezó a asistir a las reuniones y a salir al ministerio del campo. En septiembre de 1976, esta celosa joven se bautizó.”

Después de graduarse, consiguió colocarse de maestra en Nickerie y volvió a casa de sus padres. Aunque a su padre le preocupaba la nueva fe de su hija, se enorgullecía de su puesto de maestra. El mayor deseo de Shama, en cambio, era predicar de tiempo completo en su vecindario hindú, aunque evitando herir los sentimientos de su padre. ¿Cómo lo lograría?

Para complacer a sus padres, continuó dando clases, pero también servía de precursora después del trabajo. Al cabo de unos meses, ya conducía dieciocho estudios bíblicos con hindúes, y su entusiasmo sin duda contribuyó a que muchos de ellos se bautizasen. “Al mismo tiempo —añade Gloria⁠—, Shama no dejó de comportarse afectuosamente con sus padres ni de acatar las costumbres familiares, aunque adoptaba una postura firme cuando era necesario.” Pese a todo, su amor a Jehová no tardaría en ser sometido a prueba.

‘Cásense solo en el Señor’

Para entonces nuestra hermana tenía unos veinticinco años. Como la mayoría de las jóvenes hindúes de la localidad se casan entre los quince y diecinueve años y no es nada frecuente que una mujer se quede soltera, sus familiares se encargaron de que se dejaran caer por la casa varios pretendientes, a los que rechazó uno tras otro. Para resistir las presiones y casarse “solo en el Señor” (1 Cor. 7:39), le suplicó ayuda a Jehová. Intentaría casarse con alguien de su mismo grupo étnico para complacer a sus padres, aunque se impuso el siguiente voto: “Si no hay ninguno en la organización de Jehová, me quedaré soltera”.

A los veintiocho años, su fidelidad fue recompensada al conocer a Alfons Koendjbiharie, un anciano de congregación de ascendencia hindú que vivía en los Países Bajos. Se enamoraron y decidieron casarse. Como sus padres no conocían a Alfons, le leyó a su madre los requisitos de Jehová para los ancianos cristianos tal como vienen en la Biblia. Su madre escuchó con atención y cuando acabó, le dijo: “Tendrás un buen esposo”. Después de celebrarse el conmovedor discurso de bodas en casa de los padres de la novia, el padre se acercó a un misionero y le dijo muy emocionado: “¡Su Dios me ha dado un hijo!”.

Aunque desde 1984 Shama sirve de precursora en los Países Bajos, su ejemplo aún se recuerda en Surinam, pues con ella cambiaron las cosas, de forma que desde entonces, muchos que profesaban la fe hindú han entrado en la hermandad cristiana.

Una idea ingeniosa

En agosto de 1974, la respuesta favorable que hubo entre los diferentes sectores de la población resultó en un máximo de 831 publicadores. Como la asistencia a las asambleas doblaba esa cantidad, ¿dónde se celebrarían asambleas que acomodasen a este grupo cada vez mayor? Algunos hermanos propusieron esta ingeniosa idea:

‘Construyan un Salón del Reino que también pueda servir de plataforma del Salón de Asambleas.’ ¿Cómo? ‘Levanten el piso del Salón del Reino más o menos un metro por encima del nivel del suelo, pongan dos puertas correderas gigantes en una de las paredes laterales y ábranlas durante las asambleas; así el Salón se convertirá en una plataforma. Añádanle un amplio techo delante de la plataforma a fin de proteger al auditorio del sol y la lluvia, y ya tienen un Salón de Asambleas adecuado para los trópicos.’

Se compró un terreno de 40 por 200 metros y comenzaron las obras, de modo que un año más tarde, el 28 de noviembre de 1976, se dedicaba este austero Salón de Asambleas que tan útil ha sido todos estos años.

En el río todos hablan de Noé

El aumento de publicadores a lo largo del Tapanahoni también hizo que se emprendiese la construcción de una korjaal (piragua construida por vaciado de un tronco) suficientemente grande como para llevar a toda la congregación a las asambleas de la capital. Cecyl Pinas, que está al cargo de la obra en el interior, relata: “El trabajo era un gran desafío. Nunca antes se había hecho una korjaal de ese tamaño, pero el hermano Paitu dijo: ‘Podemos hacerlo’”.

El hermano Paitu, un experto constructor de piraguas, escogió un árbol inmenso, que cuatro hermanos talaron en un día. Dos meses llevó ahuecar el tronco y convertirlo en una piragua de 18 metros, la mayor jamás construida allí. Al poco tiempo, por todo el río se hablaba de la embarcación de los Testigos. Cada vez que pasaba, los niños de los poblados salían corriendo y gritaban: “Noa e psa!” (¡Ahí va Noé!).

El primer Salón del Reino de la selva tropical

En septiembre de 1976 la nueva congregación de Godo Olo recibió más ayuda al establecerse a orillas del Tapanahoni cuatro jóvenes Testigos, maestros de profesión. “Si bien es cierto que fuimos allí para dar clases —explica Hartwich Tjon A San, uno de ellos⁠—, el motivo principal era trabajar con la nueva congregación.” ¡Y vaya que si trabajaron! No solo enseñaron con paciencia a sus hermanos analfabetos a leer y escribir, sino que, además, ofrecieron su ayuda para el siguiente proyecto de la congregación: construir un Salón del Reino en Godo Olo.

Tiempo atrás, Alufaisi, el jefe del poblado, había ofrecido a los hermanos un terreno para que edificaran un Salón, pero el problema era cómo acometer el proyecto, pues no tenían dinero. De todas formas, razonaron así: “El bosque nos da la madera; el río, la arena y la grava, y Jehová, las fuerzas para recoger los materiales”. Solo les faltaba, por lo tanto, el cemento, pero para eso contaban con la ayuda de la piragua Noé.

Debido a que la Noé tenía fama de hacer un viaje seguro y cómodo, los trabajadores del gobierno pagaban un alquiler de 4.000 florines ($2.200 E.U.A.) anuales para que la embarcación los llevara a la costa. Con estos ingresos compraron el cemento en la capital. Ahora bien, ¿cómo lo llevarían hasta Godo Olo? Una vez más se servirían de la Noé.

Do Amedon, un negro bush alto y musculoso, tenía fama de ser buen timonel. En Albina, él y varios hermanos más cargaron en la Noé 40 sacos de cemento de 50 kilogramos cada uno, y condujeron esta piragua de calado bajo río Marowijne arriba, rumbo al sur, hacia sulas (rápidos) con nombres tales como Manbari (hombres gritan [al atravesar el rápido]) y Pulugudu (posesiones perdidas [al hundirse las barcas que las transportaban]). ¿Lograrían atravesarlos?

La tripulación oyó el estruendo de la primera catarata. Frente a ellos, el río se precipitaba por un grupo de peñas que parecía una escalera gigante y acababa estrellándose contra las enormes rocas que se interponían en su curso, para luego abrirse paso por canales traicioneros y embestir finalmente contra la Noé. El hermano que iba en la proa examinó con atención el impetuoso río en busca de un paso, y con la pértiga introducida en el agua agitada, arqueó la espalda e impulsó la piragua hacia un canal. A un ademán suyo, pararon el motor y amarraron la Noé al fondo del sula.

Do Amedon se echó un saco de cemento a la cabeza y se puso a remontar el rápido, saltando de roca en roca con cuidado de no resbalarse, para por fin dejar el saco en un lugar seco. Los demás hermanos le siguieron, y así se logró transportar uno a uno todos los sacos. Luego remolcaron con cuidado la piragua a través del agua espumosa y, seguidamente, volvieron a cargar los sacos. El viaje se reanudó hasta el siguiente sula, donde hicieron lo mismo: descargaron los sacos, saltaron las peñas, remolcaron la piragua y volvieron a cargar. Por fin, once días después, tras haber remontado siete rápidos, el cemento llegó a Godo Olo.

Mientras tanto, los demás hermanos también habían trabajado arduamente: los hombres habían cortado árboles y las mujeres y los niños habían arrastrado 250 barriles de arena y grava hasta el solar donde se iba a edificar. Comenzaron las obras, y un año después, el 15 de abril de 1979, se dedicaba el primer Salón del Reino de la selva tropical.

Quizás se pregunte qué ha sido de la piragua. Cecyl Pinas nos lo cuenta: “Lo normal es que estas embarcaciones duren unos cuatro años, pero la nuestra ha durado unos diez”. ¿Dónde está ahora? “En el retiro —añade Cecyl sonriente⁠—, aunque aún se utiliza de vez en cuando. La verdad es que más que Noé, merece que se la llame Matusalén.”

¿Por qué hubo una disminución?

A finales de los setenta, la predicación experimentó un descenso. En 1977 disminuyó un 1%; en 1978, un 4%, y en 1980, un 7%. ¿A qué se debió? A la emigración masiva.

Cuando en noviembre de 1975 Surinam alcanzó su independencia, miles de surinameses emigraron a los Países Bajos por miedo a los disturbios políticos. El sociólogo J. Moerland señala en su libro Suriname que otros ‘marcharon en busca de empleo, educación o estabilidad social, o con el propósito de reunirse con sus familiares’. Moerland añade que en aquellos días ‘la pregunta no era: “¿Te vas?”, sino: “¿Cuándo te vas?”’. Para 1981, cuando se detuvo el éxodo, había emigrado casi un tercio de la población. Hoy viven en los Países Bajos 200.000 surinameses, entre ellos cientos de Testigos, que continúan sirviendo a Jehová en su nuevo entorno.

Los Testigos reciben un nuevo impulso

La formación de un Comité de Sucursal en 1976 ayudó a que la obra volviese al ritmo habitual. El siervo de sucursal Wim van Seijl pasó a ser el coordinador de la sucursal, que comparte responsabilidades con el resto del comité: Cecyl y Nel Pinas y Dirk Stegenga. Como en otros lugares, este reajuste ha resultado en una dirección más equilibrada de los asuntos espirituales.

A fin de mantener el ritmo, entre 1974 y 1980 llegaron diez misioneros, que se establecieron en varias congregaciones del país. De dos de ellos, Hans y Susie van Vuure, no se podía decir que fuesen principiantes, pues ya tenían décadas de experiencia. Graduados de las clases 21 y 16 de Galaad, respectivamente, habían servido de misioneros en el archipiélago indonesio.

A los dos meses de llegar a Surinam, ya estaban en la obra de circuito. “Aquella asignación nos ayudó a conocer en seguida el país y a los hermanos”, explica Hans, que en la actualidad tiene sesenta años. Susie añade: “Observé que la gente aceptaba entusiasmadísima nuestras publicaciones”. A modo de ejemplo, comenta: “Durante los dos años y medio que estuvimos en la obra de circuito, entre los dos colocamos unos cuatro mil libros y diez mil revistas, lo que prueba que aún hay mucho que predicar”.

Se abre otra “puerta” en la selva tropical

Gracias a que ya estaba en servicio la carretera estatal de 350 kilómetros que se adentra en la remota selva tropical del sudoeste de Surinam, pudo abrirse una puerta de actividad que conducía a un territorio completamente nuevo: los poblados amerindios de Apoera y Washabo, a orillas del Corantijne.

En 1977, dos Testigos estadounidenses, Pepita Abernathy y Cecilia Keys, abrieron aquella puerta al trasladarse a donde ya vivían sus esposos, empleados de una empresa de construcción: un campo de trabajo que quedaba a 50 kilómetros de Apoera. Más tarde, se envió a dos misioneros para ayudarlas a ponerse en contacto con los indios arauacos que vivían allí. ¿Tuvieron éxito?

Pepita relata: “Cecilia y yo iniciamos muchos estudios bíblicos. Los dos días de la semana que dedicábamos a visitarlos nos levantábamos a las cuatro de la mañana, a las siete iniciábamos el primero y a eso de las cinco de la tarde ya estábamos en casa”. Durante dos años las hermanas se desvivieron por enseñar a los amerindios de habla inglesa. La lástima fue que tuvieron que irse del país. ¿Quién continuaría su obra?

El clero reacciona

En septiembre de 1980, los misioneros Herman y Kay van Selm se adentraban en la selva con su viejo Land-Rover rumbo a Apoera, donde permanecerían cinco años. “Heredamos treinta estudios bíblicos y empezamos más”, recuerda Kay. Los agruparon en tres estudios del libro. A los discursos públicos asistían 60 personas, y al año siguiente hubo en la Conmemoración 169 personas. Pronto seis estaban preparadas para salir al servicio del campo, y escribieron cartas de renuncia a su Iglesia.

¿Cómo reaccionó el clero? “¿Pero cómo se atreven? —gritó el sacerdote a la vez que agarraba con furia las cartas⁠—. ¡Hasta me citan versículos de la Biblia a mí!” El sacerdote declaró la guerra a los estudiantes de la Biblia, amenazándolos con la pérdida de sus empleos y hogares, y diciéndoles que se procuraran su escuela, clínica y cementerio. La oposición redujo el número de estudios y la asistencia a las reuniones. Un día apareció una persona en la reunión, pero solo para pedir una caja vacía. “Aunque lo pasamos mal —cuenta Kay⁠—, no dejamos de dar ánimo a los estudiantes ni de predicar, por lo que tuvimos el gozo de ver que un grupo se mantenía firme, progresaba hasta el bautismo y con el tiempo formaba la congregación de Apoera.”

“¿Cuándo vendrán a vernos?”

En 1982, unos amerindios de Orealla, un pueblo de Guyana, viajaron durante ocho horas río Corantijne arriba. Al llegar a Apoera, preguntaron a los misioneros: “¿Cuándo vendrán a vernos? Queremos estudiar la Biblia”. En cuanto el grupo que atendían fue capaz de valerse por sí mismo, los misioneros empezaron a hacer viajes mensuales a Orealla, donde se enteraron de que algunos llevaban mucho esperando a los Testigos. Herman relata: “Una mañana conocí a un viejo cazador que me explicó que había sido un lector asiduo de la revista Consolación, pero que había perdido el contacto con la Sociedad. A continuación, señaló a su radio y me dijo: ‘Oí hablar de su emisora de Nueva York, pero, ya ve, no logro sintonizarla en mi radio’. Cuando le mencioné que la WBBR había dejado de emitir en los años cincuenta, no podía creérselo. Tras esto, se echó a reír y me dijo que ya iba siendo hora de ponerse al día, así que aceptó un estudio bíblico”.

El ver cómo el estudio de la Biblia ayudaba a bebedores empedernidos de Orealla a transformarse en padres de familia responsables producía un profundo sentido de logro. Un ejemplo de mejora progresiva se ve en el caso de un padre de cincuenta años. Cuando, tal como se le había enseñado, trató de conducir un estudio de familia, le quedó un tanto brusco. “¡Vamos, a leer se ha dicho!”, ordenaba. A continuación hacía una pregunta. El silencio era sepulcral. “¡Venga, contesten. No se hagan los tímidos!” Para entonces, sus hijos ya estaban llorando. Con el tiempo, no obstante, el método de estudio mejoró. ¿Por qué se veía correr a los niños tan deprisa hacia la casa? “¡Tenemos estudio de familia!”, decían sonrientes.

Algún tiempo después, los hermanos de Orealla recibieron una parcela, en la que, con la ayuda del graduado de Galaad Jethro Rübenhagen, que ahora sirve en Apoera, edificaron su propio Salón del Reino, una señal de que un grupo nacional más, el amerindio, había empezado a aprender la lengua que unifica: el “lenguaje puro”. (Sof. 3:⁠9.)

Aumento entre la población anglohablante

En los setenta, un número creciente de trabajadores guyaneses de habla inglesa se establecieron en Nickerie, por lo que se envió a dos misioneros para iniciar reuniones en inglés. La respuesta de estos trabajadores extranjeros fue positiva, así que en la actualidad hay una congregación de 30 publicadores.

Algunos de estos nuevos publicadores ansiaban conocer la verdad desde hacía varios años. Valga como ejemplo el caso de Indradevi. Cuando tenía doce años y estaba en Guyana, un vecino le dio el libro De paraíso perdido a paraíso recobrado, que llegó a apreciar como un tesoro. Con el tiempo, esta jovencita se casó y se fue a vivir a Klein Henar, un pólder de arroz cercano a Nickerie. En 1982, Hans van Vuure la encontró. Él relata: “Vi un libro Paraíso muy desgastado entre sus pocas pertenencias. Indradevi me contó que desde que lo obtuvo en 1962, siempre lo había llevado consigo. Su gran deseo de aprender más sobre Jehová se hacía realidad veinte años después”. Empezó a estudiar, con el tiempo se deshizo de sus cuadros de divinidades hindúes y, finalmente, se bautizó.

Algunos guyaneses residentes en Paramaribo respondieron de forma similar, así que en 1980 se formó un pequeño grupo. En 1982 ya se componía de 20 publicadores, y cuatro años después, había aumentado hasta los 90. A juzgar por la asistencia actual a las reuniones, cabe esperar que el aumento continúe.

“A las reuniones asisten más de ciento cincuenta personas, y eso que a algunas les supone un sacrificio”, explica el misionero Paul van de Reep, de la congregación inglesa. Sirva el ejemplo de una familia de escasos recursos que sale de su casa a las ocho de la mañana, camina un buen trecho y espera por más de una hora el autobús que les acerca al lugar de reunión. No vuelven a casa hasta las dos de la tarde. “Todas las semanas —añade Paul⁠—, se les va el salario de un día en los billetes de autobús que utilizan para ir a las reuniones.”

Hoy hay unos ciento cincuenta Testigos de habla inglesa, que constituyen uno de los tres grupos lingüísticos que adoran unidos a Jehová en Paramaribo.

Despiertan a la dura realidad

El 25 de febrero de 1980, los habitantes de Paramaribo se despertaron aturdidos al sonido de disparos. Un grupo de suboficiales había derrocado al gobierno. Aquel primer golpe de estado de la historia del país sobresaltó a más de un surinamés imbuido de un falso sentimiento de seguridad. Como nunca se habían sufrido los rigores de las guerras, las epidemias o los huracanes, la gente solía decir: “Surinam es una tierra bendecida por Dios”. No obstante, el aumento de las dificultades económicas desde 1980 ha hecho que muchos reconozcan que las profecías bíblicas se están cumpliendo a la puerta de su casa.

Los disturbios políticos de 1982 provocaron la suspensión de la ayuda exterior, lo que desestabilizó la economía nacional. Los precios de los alimentos se dispararon, y llegó la pobreza. “Desde entonces —informa un anciano de Paramaribo⁠—, muchos de nuestros hermanos bush pasan apuros para lograr que sus hijos, a veces más de diez, tengan vivienda, ropa y comida, pues sus salarios son muy bajos: al cambio, unos 200 dólares (E.U.A.) al mes.”

Sin embargo, las dificultades económicas no han conseguido que los hermanos aminoren el paso, sino al contrario, como lo muestra el ejemplo de una congregación afectada por la penuria económica, en la que de un total de ciento setenta y un publicadores, ciento seis sirvieron de precursores auxiliares recientemente, y el hecho de que el número de publicadores por todo el país haya aumentado a más de mil doscientos en 1986.

Igualmente, cada vez es mayor la distribución de nuestras publicaciones. Se le puede preguntar a Leo Tuart, que lleva cuarenta y seis años a cargo del transporte de las publicaciones del puerto a la sucursal. “Hace algunos años —recuerda⁠—, usaba un carro tirado por un burro que nos costaba 75 centavos de alquiler para transportar a la sucursal la docena de cajas que llegaban todos los meses. Hoy día —añade satisfecho⁠—, llegan cien cajas cada dos semanas y debo alquilar un camión para llevarlas.” En Surinam actualmente se distribuye un promedio de más de 32.000 revistas La Atalaya y ¡Despertad! al mes: una revista por cada trece habitantes.

Leo Tuart no ha sido el único que ha notado el aumento de la actividad. Un clérigo telefoneó hace poco a la sucursal y se lamentó a un misionero de que aunque había exhortado a su rebaño a tener el mismo celo que los testigos de Jehová, ‘no había habido la más mínima reacción’. A continuación le preguntó: “¿Cuál es su secreto?”, a lo que el hermano respondió: “El espíritu santo”.

Atraviesan lo más reñido del combate

A mediados de 1986 estalló la guerra de guerrillas. Unos meses más tarde, cuando la lucha entre el ejército y los llamados comandos de la jungla (en su mayoría negros bush) se concentraba alrededor de Albina, pueblo situado a orillas del río Marowijne, los hermanos bush que vivían al sudeste de Surinam debieron decidir si asistían o no a la asamblea de Paramaribo. “Pese a darse cuenta de que el viaje suponía atravesar la zona donde el combate era más encarnizado —explica Cecyl⁠—, decidieron ir a la asamblea, pues no querían perdérsela.” Diez días antes del comienzo de esta, un total de sesenta hermanos, hermanas y niños se dirigieron en canoa río abajo hacia la zona de combate. El viernes llegaron a Albina e instalaron las hamacas en el Salón del Reino con la intención de pernoctar allí.

No había amanecido y ya resonaban los disparos en las calles de Albina. Los comandos de la jungla se habían lanzado al asalto del pueblo, y el ejército, a su vez, repelía la ofensiva. Las balas rebotaban contra el techo del Salón, lo que obligó a los Testigos a ponerse a cubierto donde pudieron y a quedarse tendidos en el suelo el resto del día.

Por la noche, uno de los hermanos logró telefonear a la sucursal. “Que alguien venga a recogernos”, suplicó. El domingo por la tarde, tres ancianos se pusieron en camino, y a eso de las once de la noche llegaron a donde estaban los desamparados hermanos.

Los ancianos tenían la intención de regresar al día siguiente, pero los hermanos bush les recomendaron ‘irse en ese momento, pues podía iniciarse otro tiroteo’. Así que pasada la medianoche y tras pedir los ancianos la guía de Jehová, tres automóviles sobrecargados salían lentamente hacia la capital.

Paul Naarendorp, uno de los conductores, recuerda: “La carretera estaba desierta. Al aproximarnos a un control militar, el corazón me latía cada vez más deprisa. Imagínese: el ejército luchaba contra los comandos de la jungla, y de repente, aparecía ante ellos un grupo que transportaba a sesenta negros bush, muchos de ellos hombres jóvenes y fuertes”. ¿Los confundirían con comandos de la jungla?

Un soldado que estaba detrás de un poste dio el alto a los automóviles. “Nuestra mirada se clavó en seguida en el cañón de un tanque —prosigue Paul⁠—. Nos rodeó un grupo de soldados armados hasta los dientes. Un solo movimiento inesperado y podían abrir fuego. La situación cambió, no obstante, cuando les dijimos que éramos Testigos, así que, tras inspeccionar los coches, nos dejaron marchar.”

Al llegar a Paramaribo, oyeron que había vuelto a estallar la lucha en Albina. Habían salido justo a tiempo.

El regreso

Una vez concluida la asamblea, los hermanos se enteraron de que el ejército había cortado la única carretera que llevaba a Albina, así que los hermanos bush de nuevo estaban en un atolladero. Tras una espera de dos semanas, añoraban tanto la selva tropical que suplicaron a los hermanos que ‘los llevaran hasta el río, y desde allí llegarían a casa’.

Además de pedir la dirección de Jehová, los hermanos elaboraron un plan. Primero, diez timoneles y algunos ancianos de Paramaribo intentarían llegar a Albina. Un anciano nos cuenta lo siguiente sobre esto: “Aunque los militares nos vieron, por alguna razón no nos hicieron retroceder”. Ni que decir tiene que cuando los hermanos bush por fin divisaron el Marowijne, se pusieron a saltar de alegría.

Al día siguiente partieron las hermanas y los niños, a quienes también se les permitió pasar el control, y eso a pesar de que habían detenido a otros que también lo habían intentado. En el río los aguardaban los timoneles con los botes. ¡Fue un encuentro muy alegre!

Se planeó un viaje más. De nuevo se dirigieron hacia el control, esta vez con dos camiones con víveres, 96 sacos de arroz, 16 bidones de gasolina y 7 de queroseno. Aunque no se permitía introducir suministros en el territorio que ocupaban los comandos de la jungla, los guardias dejaron que los camiones pasasen. “Fue un milagro en el que se vio la mano de Jehová claramente”, dijo un hermano.

Una semana más tarde, los sesenta hermanos llegaban a su casa con todas las provisiones. Les había tomado cinco semanas asistir a una asamblea de tres días. A las pocas semanas, el ejército cortó el paso de suministros hacia el interior, lo que produjo una gran carestía. Sin embargo, los hermanos que habían asistido a la asamblea tuvieron víveres durante los meses siguientes y gasolina para ir a predicar. “Cuando pienso en ello —dice Cecyl⁠—, me doy cuenta de que Jehová nos dirigió para que tomáramos la decisión correcta en el momento oportuno.”

Huyen para salvar la vida

Al año siguiente, la lucha se desplazó a Moengo, ciudad minera situada al este de Paramaribo. Cuando llegó el ejército, debió enfrentarse a una feroz resistencia. Las balas corrían por toda la ciudad, las casas eran pasto de las llamas y la gente salía huyendo para salvar la vida.

La mayoría de los hermanos de Moengo se internaron en la selva para protegerse del conflicto. Algunos llegaron a Paramaribo, mientras que otros se dirigieron en canoa al Marowijne, límite fronterizo de la Guayana Francesa, cruzaron los cinco kilómetros de anchura de este río y entraron en el país vecino. Así se salvaron unos cincuenta Testigos.

Los Testigos de la Guayana Francesa no tardaron en darles comida, ropa, sábanas, mantas y medicamentos. Además, la sucursal de Martinica envió ayuda y se creó un fondo especial para auxiliar a los refugiados. Cecyl Pinas relata: “Las autoridades de los campos de refugiados, asombradas por la rapidez con que nuestra organización enviaba socorro, nos dijeron: ‘Ustedes no hablan, actúan’”.

Timonel y pastor

Do Amedon, el timonel bush que había conducido la piragua Noé por los rápidos, dio prueba durante aquellos años turbulentos de que era un pastor competente. Do, que dejó Paramaribo en 1974 a fin de servir de precursor especial en su tribu, los aucanes, se interesa en la gente, entiende sus problemas y tiene dotes de organizador. De hecho, los aucanes aprecian tanto sus consejos basados en la Biblia que le llaman “Pappie”, a pesar de que solo tiene cuarenta años.

Al principio, se dedicó a ayudar a los hermanos de las riberas del río Tapanahoni, pero después, a mediados de los ochenta, se trasladó junto con otros precursores al Marowijne, donde la reacción de la gente fue magnífica. Había una dificultad, y era que los bush estaban tan dispersos por la zona que era imposible llegar a todos. Este obstáculo, no obstante, se solventó en 1985. ¿Cómo?

Aquel año el Cuerpo Gobernante aprobó un aumento de la ayuda a los precursores especiales de la selva tropical para la compra de gasolina. Gracias a que tenían más combustible, pudieron desplazarse en sus fuerabordas de un poblado a otro, y encontraron muchísimo interés. En 1985 se formó una nueva congregación en el pueblo de Gakaba. En su origen contaba con unos treinta publicadores, pero unos meses más tarde ya tenía cincuenta, y unos veinte empezaban a servir de precursores. No pasó mucho antes de que Do Amedon volviera a llevar sacos de cemento a través de los rápidos. ¡Ya había un segundo Salón del Reino en la selva tropical!

Un aumento del mil por ciento

“Un grupo de hermanos jóvenes construyó un Salón de 200 asientos en una pintoresca isla del Marowijne —informa el coordinador de la sucursal Wim van Seijl, que visitó la zona hace poco⁠—. Una vez concluido, se ofrecieron para navegar por el río Lawa, donde hasta entonces no habíamos predicado. Ahora también se disemina la verdad entre la tribu bush de los alukus.”

A pesar de la guerra civil, ha continuado la difusión del mensaje del Reino por la selva tropical. El grupito de 20 hermanos bush que hace diez años trabajaba en el río Tapanahoni ha aumentado hasta alcanzar hoy día los 200 publicadores, organizados en cuatro congregaciones situadas a orillas de los ríos del levante surinamés. ¡Un aumento del mil por ciento!

El incremento ha sido similar en otras partes del país. Muchas congregaciones han informado que la asistencia a las reuniones dobla el número de publicadores, una cantidad que supera con creces la capacidad de los Salones del Reino. Con esto presente, a principios de 1987 el Cuerpo Gobernante tomó la oportuna decisión de autorizar a la sucursal para construir un amplio Salón de Asambleas de 34 por 60 metros y cuatro Salones del Reino.

“Poco después de haber comprado el cemento —cuenta Henk Panman, el hermano que cuidaba del Salón de Asambleas⁠—, se agotaron las existencias de este material en el país. Las demás obras quedaron paralizadas, pero nosotros continuamos trabajando.” Algún tiempo después, la sucursal de los Países Bajos envió como ayuda cuatro contenedores con materiales de construcción. Con la colaboración de cientos de voluntarios, el equipo de construcción trabajó durante año y medio hasta que se terminaron cuatro nuevas salas de reunión de estética muy agradable.

A propósito de construir, ¿recuerda a Stella Daulat, la hermana que donó su propiedad en 1955? Una vez que le trasladaron la casa, vivió contenta en ella, hasta que hace poco la congregación le dio una sorpresa al hacer el siguiente anuncio en una reunión: “Vamos a construir una casa nueva para la hermana Daulat”. Los hermanos hicieron una espaciosa obra de ladrillo junto a la antigua vivienda y se la regalaron a la hermana, ya una anciana de setenta y ocho años. Con lágrimas en los ojos, dice: “¡Qué regalo me ha hecho Jehová!”.

Jehová no olvidará su obra

Al igual que Stella, cientos de hermanos de Surinam han sentido en su vida las bendiciones de Jehová. Es una lástima que el espacio no nos permita mencionar a todos los que se han mantenido fieles, pero Jehová no pasa por alto su servicio constante y cotidiano, y les promete que no ‘olvidará su obra y el amor que mostraron para con su nombre’. (Heb. 6:10.)

Durante las pasadas cuatro décadas, han trabajado hombro a hombro con los hermanos surinameses cuarenta y un misioneros, a muchos de los cuales se les recuerda por su celo. Actualmente quedan en el país distribuidos por varias congregaciones dieciocho graduados de Galaad, que disfrutan del aprecio de los hermanos debido a su trabajo.

Damos gracias a Jehová por haber reunido a 1.466 publicadores, que, a pesar de hablar diferentes idiomas (dos tercios, holandés; una cuarta parte, sranan tongo, y el resto, inglés), han llegado a dominar por igual el lenguaje puro de la verdad. Pero no se crea que la recolección ha terminado, como se ve por el hecho de que en la Conmemoración de 1989 hubo 4.443 asistentes: ¡más del triple de la cantidad de publicadores!

La afluencia de Testigos ha requerido la elaboración de otro proyecto de construcción: una nueva sucursal. Por lo tanto, se han hecho planes para comprar tres hectáreas de terreno en una zona a las afueras de Paramaribo. Estas nuevas instalaciones permitirán a la sucursal estar mejor equipada para cuidar de todos los que responden a la invitación que cada vez suena con mayor intensidad: “‘¡Ven!’ Y cualquiera que tenga sed, venga; cualquiera que desee, tome gratis el agua de la vida”. Que Jehová continúe bendiciendo nuestros esfuerzos mientras por todo el mundo obedecemos el mandato divino de “tener buen ánimo y decir: ‘Jehová es mi ayudante’”. (Rev. 22:17; Heb. 13:⁠6.)

[Nota a pie de página]

^ párr. 115 El artículo de los corresponsales de ¡Despertad!, “La vida en la región frondosa de Surinam”, se publicó en el número del 8 de agosto de 1957.

[Fotografía en la página 194]

Alfred Buitenman sirvió fielmente a Jehová por más de sesenta años

[Fotografía en la página 197]

Lien Buitenman y James Brown guardan un vivo recuerdo de la proyección del “Foto-Drama de la Creación” alrededor de 1920

[Fotografía en la página 199]

Willem Telgt, bautizado en 1919, se convirtió con el tiempo en el constructor de Salones del Reino del país

[Fotografía en la página 207]

La abuelita de Vries cuidó de sus “muchachos”, los misioneros

[Fotografía en la página 215]

Frederik Wachter fue el primer negro “bush” que se hizo Testigo

[Fotografía en la página 218]

Stella Daulat donó su terreno para construir el primer Salón del Reino de la capital

[Fotografía en la página 230]

Albert Suhr, graduado de la clase 20 de Galaad, testifica en una residencia de ancianos

[Fotografía en la página 241]

Comité de Sucursal: C. Pinas, W. van Seijl, N. Pinas y D. Stegenga

[Fotografía en la página 246]

Leo Tuart ha sido Testigo desde hace casi medio siglo

[Fotografía en la página 251]

La sucursal actual, en el número 8-10 de Wichersstraat

[Mapa en la página 192]

(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)

SURINAM

Capital: Paramaribo

Idioma oficial: holandés

Religión mayoritaria: hinduismo

Población: 400.000

Oficina sucursal: Paramaribo

Mar Caribe

Río Corantijne

GUYANA

SURINAM

Nieuw Nickerie

Paramaribo

Wageningen

Meerzorg

Moengo

Onverwacht

Paranam

Albina

Orealla

Río Saramacca

Río Marowijne

Granbori

Río Tapanahoni

BRASIL

GUAYANA FRANCESA

[Tabla de la página 252]

(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)

Surinam

Máximo de publicadores

2.000

1.466

810

561

361

67

1950 1960 1970 1980 1989

Promedio de precursores

400

236

 

 

63

54

41

10

1950 1960 1970 1980 1989