Ir al contenido

Ir al índice

BIOGRAFÍA

Jehová nunca me ha fallado

Jehová nunca me ha fallado

Una vez, nos encargaron a tres niñas y a mí que le entregáramos flores a Adolf Hitler después de uno de sus discursos. ¿Por qué me eligieron a mí? Bueno, mi padre siempre participaba en actividades del partido nazi y era el chofer del dirigente de la sede local del partido. Mi madre era una católica muy devota y quería que yo me hiciera monja. A pesar de estas dos poderosas influencias, no me hice ni nazi ni monja. Les explicaré la razón.

ME CRIÉ en Graz (Austria). Cuando tenía siete años me mandaron a una escuela que impartía educación religiosa. Allí me impactó ver la conducta inmoral que había entre sacerdotes y monjas. Debido a eso, le pedí a mi madre que me sacara de esa escuela, y en menos de un año me fui.

Foto de familia; mi padre con su uniforme militar.

Después entré en un internado. Una noche, mi padre me vino a buscar para llevarme a un lugar seguro, ya que estaban bombardeando Graz. Nos refugiamos en Schladming. Al llegar, cruzamos un puente, y justo después lo volaron. En otra ocasión, unos aviones que volaban bajo nos dispararon a mi abuela y a mí mientras estábamos en el jardín. Hacia el final de la guerra sentíamos que tanto la iglesia como el gobierno nos habían fallado.

CONOZCO A ALGUIEN QUE NUNCA ME HA FALLADO

En 1950, una testigo de Jehová empezó a hablarle de la Biblia a mi madre. Yo escuchaba sus conversaciones y hasta iba a algunas reuniones de la congregación con mi madre. Como se convenció de que los testigos de Jehová tenían la verdad, se bautizó en 1952.

A mí, la congregación a la que íbamos me parecía un club de señoras mayores. Pero después visitamos una congregación en la que había muchos jóvenes. ¡Esa sí que no parecía un club de señoras mayores! Al volver a Graz, comencé a asistir a todas las reuniones y en poco tiempo yo también me convencí de que lo que estaba aprendiendo era la verdad. Y llegué a darme cuenta de que Jehová es un Dios que nunca les falla a sus siervos. Aun cuando nos sentimos solos ante circunstancias extremadamente difíciles, él siempre está con nosotros (Sal. 3:5, 6).

Quería contarles a otros lo que había aprendido y empecé por mis hermanos. Mis cuatro hermanas mayores se habían ido de casa y trabajaban de maestras. Fui a los pueblos donde vivían y las animé a estudiar la Biblia. Con el tiempo, todos mis hermanos se hicieron Testigos.

Cuando llevaba menos de dos semanas participando en la predicación de casa en casa, hablé con una mujer de treinta y tantos años y empezamos a estudiar la Biblia juntas. Ella progresó espiritualmente y se bautizó. Después también lo hicieron su esposo y sus dos hijos. Dirigir aquel curso bíblico fortaleció mucho mi fe. ¿Por qué? Porque yo nunca había recibido uno y me tenía que preparar muy bien. Antes de enseñar algo a mi estudiante, tenía que comprenderlo yo. Estudiar tanto me ayudó a entender mejor la verdad. Me dediqué a Jehová y en abril de 1954 me bauticé.

“SE NOS PERSIGUE, PERO NO SE NOS DEJA SIN AYUDA”

En 1955 asistí a asambleas internacionales en Alemania, Francia e Inglaterra. Estando en Londres, conocí a Albert Schroeder, un instructor de la Escuela Bíblica de Galaad que después fue miembro del Cuerpo Gobernante. Hicimos un recorrido por el Museo Británico y el hermano Schroeder nos mostró unos manuscritos bíblicos. Nos explicó que contenían las letras hebreas del nombre divino y que eran muy importantes. Aquello me llegó al corazón y reforzó mi fe. Ahora estaba más decidida que nunca a dar a conocer la verdad de la Palabra de Dios.

Mi compañera (a la derecha) y yo, de precursoras especiales en Mistelbach (Austria).

Empecé el servicio de tiempo completo el 1 de enero de 1956. Cuatro meses más tarde, me invitaron a ser precursora especial en Austria y me asignaron a un lugar donde no había Testigos, Mistelbach. Pero la asignación presentaba otro reto: mi compañera de precursorado y yo éramos muy diferentes. Yo iba a cumplir 19 años y ella tenía 25. Yo era de ciudad y ella venía de un pueblo. A mí me gustaba levantarme tarde y a ella temprano. Y, al caer la noche, yo me quería quedar despierta y ella quería irse a dormir. Sin embargo, como seguimos los consejos bíblicos, resolvimos nuestras diferencias y disfrutamos de trabajar juntas en el precursorado.

La verdad es que también nos tuvimos que enfrentar a otros retos. Hasta se podría decir que fuimos perseguidas, pero Jehová no nos dejó sin ayuda (2 Cor. 4:7-9). Recuerdo una vez que estábamos predicando en un pequeño pueblo y la gente soltó a los perros para que nos atacaran. Enseguida, mi compañera y yo nos vimos rodeadas de grandes perros que nos ladraban y gruñían. Nos dimos la mano y yo hasta llegué a pedirle a Jehová: “Por favor, que cuando se nos echen encima nos maten rápido”. Pero a menos de un metro de distancia de nosotras, los perros se detuvieron, empezaron a mover la cola y se fueron. Sentimos que Jehová nos había protegido. Después de eso, predicamos por todo el pueblo y, para nuestra satisfacción, la gente nos escuchó muy bien. Quizás estaban sorprendidos porque los perros no nos habían hecho nada o porque no nos habíamos rendido después de una experiencia tan aterradora. Algunos vecinos llegaron a hacerse Testigos.

Pero un día nos enfrentamos a otro peligro. El dueño de la casa en la que vivíamos llegó borracho y diciendo que nos iba a matar por andar molestando a la gente. Su esposa trató de calmarlo, pero no pudo. Nosotras estábamos arriba, en nuestra habitación, escuchándolo todo. Rápidamente bloqueamos la puerta con unas sillas e hicimos las maletas. Al abrir la puerta, vimos que el hombre había subido las escaleras y que tenía un cuchillo grandísimo en la mano. Nos escapamos por la puerta trasera y recorrimos el largo camino del jardín con todas nuestras cosas, seguras de que no íbamos a volver.

Fuimos a un hotel y pedimos una habitación. Al final, nos quedamos allí casi un año, y eso nos ayudó en el ministerio. Como el hotel estaba en el centro, algunos de nuestros estudiantes querían recibir las clases allí. En poco tiempo comenzamos a celebrar el estudio de libro y el estudio semanal de La Atalaya en nuestra habitación. Nos juntábamos unas quince personas.

Estuvimos en Mistelbach más de un año. Después me mandaron a Feldbach, al sureste de Graz. Tenía una nueva compañera de precursorado, pero allí tampoco había congregación. Vivíamos en una habitación diminuta en el piso de arriba de una cabaña construida con troncos. El viento se colaba entre los troncos y teníamos que tapar los huecos con papel de periódico. Además, había que sacar el agua de un pozo. Pero todo ese esfuerzo valió la pena. Meses después se formó un grupo. Y con el tiempo, unos treinta miembros de una familia con la que estudiamos aceptaron la verdad.

Estas vivencias hicieron que valorara aún más el apoyo infalible que Jehová les da a quienes ponen en primer lugar los intereses del Reino. Aunque pensemos que no hay nadie que nos pueda ayudar, Jehová siempre está ahí (Sal. 121:1-3).

JEHOVÁ NOS APOYA CON SU “DIESTRA DE JUSTICIA”

En 1958 se organizó una asamblea internacional en Nueva York, que se celebraría en el Estadio de los Yankees y el Polo Grounds. Rellené una solicitud para asistir, y la sucursal de Austria me preguntó si aceptaría ir a la clase 32 de la Escuela de Galaad. ¿Cómo iba a decir que no a ese privilegio? Al momento contesté: “¡Sí!”.

En clase me sentaba al lado de Martin Poetzinger. Este hermano había vivido situaciones terribles en los campos de concentración nazis. Después llegó a ser miembro del Cuerpo Gobernante. Como ambos hablábamos alemán y las clases eran en inglés, él a veces me susurraba: “Erika, ¿qué quiere decir eso?”.

A mitad del curso, el hermano Nathan Knorr anunció cuáles serían nuestras asignaciones. La mía fue Paraguay. Puesto que aún era muy joven, necesitaba el permiso de mi padre para entrar al país. Me lo dio, y en marzo de 1959 llegué a Paraguay. Viviría en el hogar misional de Asunción, y tendría una nueva compañera.

No pasó mucho tiempo antes de que conociera a Walter Bright, un misionero de la clase número 30 de Galaad. Nos casamos y de ahí en adelante nos enfrentamos juntos a los desafíos de la vida. Cada vez que pasábamos por momentos difíciles leíamos Isaías 41:10, donde dice: “No tengas miedo, porque estoy contigo. No mires por todos lados, porque soy tu Dios. Yo ciertamente te fortificaré”. Esta promesa nos recordaba que si nos esforzábamos por ser fieles a Jehová y por poner el Reino en primer lugar, él nunca nos fallaría.

Más tarde nos asignaron a una zona cercana a la frontera con Brasil. Allí, el clero animó a los jóvenes a tirar piedras al hogar misional, que no estaba en las mejores condiciones. Cuando Walter empezó a estudiar la Biblia con el jefe de la policía, este se aseguró de que durante una semana hubiera policías vigilando nuestra casa. A partir de entonces, ya nadie nos causó problemas. Poco después nos mandaron a un alojamiento mejor al otro lado de la frontera. Eso estuvo muy bien, porque pudimos celebrar reuniones en Paraguay y en Brasil. Antes de dejar aquella asignación ya se habían formado dos congregaciones pequeñas.

Con Walter, cuando éramos misioneros en Asunción (Paraguay).

JEHOVÁ SIGUE APOYÁNDOME

Los doctores me habían dicho que nunca podría tener hijos, así que imagínense nuestra sorpresa cuando en 1962 me enteré de que estaba embarazada. Nos fuimos a vivir a Hollywood, en Florida (Estados Unidos), cerca de la familia de Walter. Por unos años, debido a las obligaciones familiares, no pudimos continuar con el precursorado. Aun así, seguimos dándole prioridad a la obra del Reino (Mat. 6:33).

Al llegar a Florida, en noviembre de 1962, vimos algo que nos sorprendió mucho. Debido a la postura de la gente sobre la separación racial, los hermanos blancos y los hermanos negros se reunían por separado y predicaban en zonas diferentes. Pero Jehová no hace distinciones raciales, y las congregaciones no tardaron mucho en abandonar esa costumbre. Fue evidente que Jehová dirigió este cambio ya que ahora hay decenas de congregaciones en la zona.

Tristemente, un cáncer cerebral acabó con la vida de Walter en el 2015. Tuve un esposo maravilloso durante cincuenta y cinco años, un hombre que amó a Jehová y que ayudó a muchos hermanos. Estoy deseando verlo de nuevo con buena salud cuando resucite (Hech. 24:15).

Me siento agradecida de haber podido servir a tiempo completo más de cuarenta años y de haber disfrutado de tantas bendiciones y alegrías. Por ejemplo, Walter y yo pudimos ver el bautismo de 136 de nuestros estudiantes de la Biblia. Es verdad que hubo momentos duros, pero nunca los vimos como un motivo para dejar de servir a Jehová, nuestro Dios leal. En esas ocasiones nos acercábamos más a él y confiábamos en que resolvería los asuntos de la mejor manera y en el mejor momento. Y así lo ha hecho siempre (2 Tim. 4:16, 17).

Echo muchísimo de menos a Walter, pero ser precursora me ayuda a sobrellevar el dolor. He comprobado que enseñar la verdad a otros me hace bien, en especial hablarles de la esperanza de la resurrección. Sin duda, Jehová nunca me ha fallado. Me ha cuidado de más maneras de las que puedo contar. Fiel a su promesa, me ha apoyado, fortalecido y sostenido con su “diestra de justicia” (Is. 41:10).