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Me sostuvo la confianza en Dios

Me sostuvo la confianza en Dios

Me sostuvo la confianza en Dios

Relatado por Rachel Sacksioni-Levee

CUANDO UNA GUARDIA ME GOLPEÓ VARIAS VECES EN LA CARA POR NEGARME A HACER PIEZAS PARA BOMBARDEROS NAZIS, OTRA GUARDIA LE DIJO: “NO TE ESFUERCES. ESOS BIBELFORSCHER [ESTUDIANTES DE LA BIBLIA] SE DEJAN MATAR A GOLPES POR SU DIOS”.

ESE suceso tuvo lugar en diciembre de 1944 en Beendorff, campo de trabajos forzados para mujeres cercano a las minas de sal del norte de Alemania. Permítame explicarle cómo fui a parar a ese sitio y cómo logré sobrevivir en los meses finales de la II Guerra Mundial.

Nací en el seno de una familia judía en Amsterdam (Países Bajos) en el año 1908, y fui la segunda de tres hijas. Mi padre era pulidor de diamantes, como muchos otros judíos de Amsterdam antes de la II Guerra Mundial. Murió cuando yo tenía 12 años, y el abuelo se fue a vivir con nosotros. Este era un judío devoto, e hizo todo lo posible por que se nos educara de acuerdo con las tradiciones de la religión familiar.

Siguiendo los pasos de mi padre, aprendí el oficio de tallar diamantes, y en 1930 me casé con un colega. Tuvimos dos hijos: Silvain, un niño aventurero y lleno de vida, y Carry, una niña dulce y tranquila. Desgraciadamente, nuestro matrimonio no duró mucho tiempo. En 1938, poco después del divorcio, me casé con Louis Sacksioni, que también era pulidor de diamantes. En febrero de 1940 nació nuestra hija, Johanna.

Louis era judío, aunque no practicante, de modo que dejamos de celebrar las fiestas religiosas que tanto me fascinaban de niña. Yo las echaba mucho de menos, y en mi corazón seguía creyendo en Dios.

Cambio de religión

A principios de 1940, el año en que los alemanes iniciaron la ocupación de los Países Bajos, una mujer llamó a nuestra puerta y me habló de la Biblia. Volvió en varias ocasiones, y aunque yo no entendía mucho de lo que decía, le aceptaba las publicaciones que me ofrecía. Sin embargo, no las leía, porque me habían enseñado que Jesús era un judío apóstata y no quería saber nada de él.

Un día llegó a mi puerta un hombre, y le hice preguntas como “¿Por qué no creó Dios a otras personas cuando Adán y Eva pecaron? ¿Por qué hay tanto sufrimiento? ¿Por qué se odian las personas y luchan en la guerra?”. El señor me aseguró que si tenía paciencia, contestaría todas mis preguntas con las Escrituras, de manera que acordamos empezar un estudio bíblico.

Aun así, yo me resistía a aceptar la idea de que Jesús fuera el Mesías. Pero después de orar al respecto, me puse a leer profecías mesiánicas en la Biblia y empecé a verlas con otros ojos (Salmo 22:7, 8, 18; Isaías 53:1-12). Jehová me permitió entender que tales profecías se habían cumplido en Jesús. A mi esposo no le interesaba lo que estaba aprendiendo, pero no puso reparos a que me hiciera testigo de Jehová.

Predico aun a escondidas

Al estar el país ocupado por los alemanes, la situación era muy peligrosa para mí, pues los invasores metían en campos de concentración a las personas de origen judío e intentaban eliminar la organización religiosa de los testigos de Jehová, y yo pertenecía a ambos grupos. Con todo, seguí activa, dedicando un promedio de sesenta horas mensuales a hablar de mi esperanza cristiana recién adquirida (Mateo 24:14).

Una noche de diciembre de 1942, mi esposo no regresó del trabajo. Resultó que a él y a sus colegas los habían arrestado en el trabajo. Jamás volví a verlo. Mis compañeros Testigos me recomendaron que mis hijos y yo nos escondiéramos. Yo me quedé en casa de una hermana cristiana que vivía en el otro extremo de Amsterdam, pero como era muy arriesgado que los cuatro estuviéramos en el mismo lugar, tuve que dejar a mis hijos con otras personas.

En muchas ocasiones estuvieron a punto de atraparme. Una noche, un Testigo me llevaba a un nuevo escondite en su bicicleta cuando nos detuvieron dos policías holandeses porque la luz de la bicicleta no funcionaba. Los dos agentes me enfocaron la cara con sus linternas y se dieron cuenta de que era judía. Menos mal que se limitaron a decirnos: “Sigan adelante, rápido, pero a pie”.

Me arrestan y encarcelan

Una mañana de mayo de 1944 iba a empezar a predicar cuando me arrestaron, pero no por ser Testigo, sino por ser judía. Me condujeron a una prisión de Amsterdam, donde estuve recluida diez días. Entonces me llevaron en tren junto con otros judíos al campo de tránsito de Westerbork, en el nordeste de los Países Bajos. De ahí transportaban a los judíos a Alemania.

En Westerbork me encontré con mi cuñado y su hijo, que también habían sido arrestados. Yo era la única Testigo entre todos los judíos, de modo que le pedía constantemente a Jehová que me sustentara. Dos días después, mi cuñado, su hijo y yo nos hallábamos en un tren de ganado que estaba a punto de partir hacia Auschwitz o Sobibor, campos de exterminio en Polonia. De repente me llamaron y me llevaron a un tren de pasajeros.

En el tren me encontré con anteriores colegas de la industria del diamante. Los aproximadamente cien talladores que allí estábamos terminamos en Bergen-Belsen, en el norte de Alemania. Más adelante supe que mi oficio me había salvado la vida, pues a los judíos que llegaban a Auschwitz o Sobibor por lo general los mandaban directos a las cámaras de gas. Eso fue lo que les sucedió a mi esposo, dos de mis hijos y otros familiares. En aquel entonces, sin embargo, yo lo ignoraba.

En Bergen-Belsen, los talladores de diamantes fuimos alojados en una barraca especial. A fin de que tuviéramos las manos en condiciones para realizar nuestro delicado trabajo, no se nos exigía efectuar ninguna otra labor. Yo era la única Testigo del grupo, y con valor les hablaba a los demás judíos sobre mi nueva fe. No obstante, me consideraban una apóstata, lo mismo que le sucedió al apóstol Pablo en el siglo primero.

No tenía Biblia, y sentía un gran anhelo de alimento espiritual. Un médico judío del campo tenía una, y me la cambió por unos cuantos pedazos de pan y un poco de mantequilla. Pasé siete meses con aquel grupo de talladores de diamantes en Bergen-Belsen. Recibíamos un trato relativamente bueno, lo que hizo que otros prisioneros judíos nos abrigaran resentimiento. Pero llegó un momento en que ya no se encontraron más diamantes para que los talláramos. Así pues, el 5 de diciembre de 1944 nos llevaron a unas setenta judías del grupo a un campo de trabajos forzados para mujeres situado en Beendorff.

Me niego a fabricar armas

En las minas cercanas al campo, a unos 400 metros bajo tierra, los prisioneros fabricaban piezas de bombarderos. Como me negué a realizar ese trabajo, me golpearon con fuerza varias veces (Isaías 2:4). La guardia me advirtió gruñendo: “Más te vale estar lista para trabajar mañana”.

Al día siguiente no me presenté a la hora de pasar lista; me quedé en la barraca. Estaba convencida de que me iban a fusilar, así que le pedí a Jehová que me recompensara por mi fe. Me repetí a mí misma una y otra vez el salmo bíblico: “En Dios he cifrado mi confianza. No tendré miedo. ¿Qué puede hacerme el hombre terrestre?” (Salmo 56:11).

Cuando registraron las barracas, me hicieron salir. Fue entonces cuando una guardia me golpeó repetidamente en la cara. Cada vez que lo hacía, me preguntaba: “¿Quién es el que no te permite trabajar?”, y yo le contestaba: “Dios”. En un momento dado, como ya mencioné, otra guardia le dijo: “No te esfuerces. Esos Bibelforscher * se dejan matar a golpes por su Dios”. Sus palabras me fortalecieron muchísimo.

Aunque la limpieza de los retretes era una forma de castigo y el trabajo más repugnante en el que podía pensar, me ofrecí a hacerlo porque no iba en contra de los dictados de mi conciencia. Para mi alegría, me lo asignaron. Una mañana, el comandante del campo, a quien todos temían, se presentó donde yo estaba. Se plantó frente a mí y me preguntó: “¿Eres tú la judía que se niega a trabajar?”.

—Como puede ver, estoy trabajando —respondí.

—Pero no quieres hacer nada que promueva la guerra, ¿verdad?

—No —repliqué—. Va en contra de la voluntad de Dios.

—Pero fabricando esas piezas no matas a nadie, ¿no?

Le expliqué que si colaboraba en la fabricación de armas, estaría violando mi conciencia cristiana.

Entonces tomó mi escoba y dijo: “¿Acaso no puedo matarte con esto?”.

—Claro —contesté—; pero las escobas no se hacen con ese propósito. Las armas sí.

Le expliqué asimismo que Jesús era judío y que yo, pese a ser judía también, me había hecho testigo de Jehová. Cuando se marchó, algunas prisioneras se acercaron a mí, sorprendidas de que hubiera tenido el valor de hablarle al comandante del campo con tanta calma. Les dije que no lo había hecho porque tuviera valor, sino porque mi Dios me había infundido fuerzas.

Sobrevivo al fin de la guerra

El 10 de abril de 1945, con las fuerzas aliadas ya cerca de Beendorff, tuvimos que permanecer de pie en el patio casi todo el día mientras pasaban lista. Después nos metieron a unas ciento cincuenta mujeres hacinadas en trenes de ganado, sin comida ni agua. Los trenes partieron hacia un destino desconocido, y durante varios días viajamos de acá para allá entre las líneas de batalla. Algunas mujeres estrangularon a otras para hacer más espacio en los vagones, lo que provocó ataques de nervios a muchas de las prisioneras. Lo que a mí me permitió aguantar fue la confianza en Jehová.

Un día, el tren se detuvo cerca de un campo de hombres, y nos permitieron bajar. A unas cuantas nos dieron baldes para que fuéramos a buscar agua a dicho campo. Cuando llegué a la llave, primero me di un buen trago y luego llené el balde. Al regresar, las mujeres me atacaron como fieras, derramando toda el agua. Las SS (guardia de elite de Hitler) no intervinieron; solo nos miraban y se reían. Once días después llegamos a Eidelstedt, un campo en las afueras de Hamburgo. Alrededor de la mitad del grupo había muerto a causa de los rigores del viaje.

Un día, aún en Eidelstedt, estaba leyendo la Biblia a unas cuantas mujeres, cuando de repente vimos al comandante del campo en la ventana. Nos asustamos mucho, pues la Biblia era un libro prohibido en el campo. El comandante entró, la tomó y dijo: “Así que es una Biblia, ¿eh?”. Entonces, para mi alivio, me la devolvió y añadió: “Si muere una mujer, tienes que leer en voz alta algún pasaje”.

Me reúno con compañeros Testigos

Tras nuestra liberación, catorce días más tarde, la Cruz Roja nos llevó a una escuela cercana a la ciudad sueca de Malmö, donde nos tuvieron en cuarentena un tiempo. Le pedí a una de nuestras cuidadoras que avisara a los testigos de Jehová que yo me hallaba en aquel centro de refugiados. Unos cuantos días después, oí que una mujer me llamaba. Cuando le dije que era Testigo, empezó a llorar a lágrima viva. ¡Ella también lo era! Cuando se calmó, me dijo que los Testigos suecos siempre habían orado a favor de sus hermanos cristianos presos en los campos de concentración nazis.

A partir de entonces, todos los días venía una hermana y me traía café y algún postre. Del centro de refugiados me trasladaron a un lugar cerca de Gotemburgo. Cierta tarde acudí a una reunión que los Testigos locales habían organizado con gran detalle especialmente para mí. Aunque no los entendía, fue reconfortante estar rodeada de nuevo por hermanos.

Mientras me hallaba en Gotemburgo, recibí una carta de un Testigo de Amsterdam en la que me decía que mis hijos Silvain y Carry y todos mis familiares habían sido detenidos y nunca habían regresado. Solo mi hija Johanna y mi hermana menor habían sobrevivido. Recientemente vi los nombres de mi hijo y mi hija en unas listas de los judíos que murieron en las cámaras de gas de Auschwitz y Sobibor.

Actividades de la posguerra

Una vez de regreso en Amsterdam y tras reencontrarme con Johanna, que contaba entonces cinco años, empecé a predicar enseguida. A veces me topaba con antiguos miembros del Movimiento Holandés Nacionalsocialista (NSB), el partido político que había colaborado con los alemanes. Puesto que ellos habían contribuido a la masacre de casi toda mi familia, tenía que vencer sentimientos negativos para darles a conocer las buenas nuevas del Reino de Dios. Me repetía a mí misma que Jehová es el único que ve el corazón y, en definitiva, el que juzga, y no yo. ¡Cuánto se me bendijo por ello!

En una ocasión empecé a dar clases de la Biblia a una señora cuyo esposo estaba en prisión por haber colaborado con los nazis. Cuando subía las escaleras que llevaban a su casa, oía a los vecinos decir: “¡Mira! Esa judía va a visitar otra vez a la gente del NSB”. A pesar de la fuerte oposición de su esposo antisemita, aun estando preso, la mujer y sus tres hijas se hicieron testigos de Jehová.

Para mi alegría, más adelante mi hija Johanna se dedicó a Jehová. Las dos nos mudamos a servir a un lugar donde había mayor necesidad de proclamadores del Reino y disfrutamos de muchas bendiciones espirituales. Ahora vivo en un pueblo pequeño del sur de los Países Bajos, y salgo a predicar con la congregación siempre que puedo. Cuando reflexiono en mi pasado, tengo que decir que nunca me he sentido abandonada por Jehová. Al contrario, siempre me ha parecido que él y su amado Hijo, Jesús, han estado a mi lado, aun en los peores momentos.

Durante la guerra perdí a mi esposo, a mis dos hijos y a la mayor parte de mi familia. No obstante, tengo la esperanza de volver a verlos pronto en el nuevo mundo de Dios. Cuando estoy sola y recuerdo lo que he vivido, pienso con alegría y gratitud en las siguientes palabras del salmista: “El ángel de Jehová está acampando todo en derredor de los que le temen, y los libra” (Salmo 34:7).

[Nota]

^ párr. 25 Como se conocía en aquella época a los testigos de Jehová de Alemania.

[Ilustración de la página 20]

Judíos del campo de Westerbork en el traslado a Alemania

[Reconocimiento]

Herinneringscentrum kamp Westerbork

[Ilustración de la página 21]

Con mis hijos Carry y Silvain, que murieron en el Holocausto

[Ilustración de la página 22]

Mientras me hallaba en cuarentena en Suecia

[Ilustración de la página 22]

Tarjeta de identidad provisional para mi repatriación

[Ilustración de la página 23]

Con mi hija Johanna en la actualidad