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San Petersburgo: “ventana a Europa”

San Petersburgo: “ventana a Europa”

San Petersburgo: “ventana a Europa”

DE NUESTRO CORRESPONSAL EN RUSIA

“Te amo, creación de Pedro, amo tu aspecto / severo a un tiempo y lleno de armonía, / la corriente del Neva majestuosa / entre sus parapetos de granito.”—ALEKSANDR SERGEEVIČ PUSHKIN.

ESTE fragmento pertenece a la famosa oda a San Petersburgo, que se centra tanto en su fundador como en su emplazamiento en el lejano norte, donde desemboca el río Neva en el Báltico. “Pero —quizás se pregunte el lector— ¿cómo surgió esta metrópoli allí, y además en terreno pantanoso?”

A fines del siglo XVII, Rusia veía estancado su crecimiento económico por no tener salida al mar. El sueño del joven zar, Pedro el Grande, era corregir la situación abriendo una “ventana a Europa”. Dado que no podía hacerlo por el sur, pues el Imperio otomano impedía el acceso al mar Negro, apuntó en dirección contraria, a un territorio de Suecia cercano al Báltico.

A fin de materializar sus aspiraciones, en agosto de 1700 declaró la guerra a los suecos, quienes al principio lograron repeler sus ataques. Pero él no se dio por vencido, y en noviembre de 1702 los hizo retirarse del Ladoga, el mayor lago de Europa, que está unido por el Neva al Báltico, del cual dista unos 60 kilómetros. Aunque los suecos se atrincheraron en una fortaleza insular situada cerca del punto donde el río sale del lago, Pedro logró tomar aquella plaza militar y le cambió el nombre a Shlissel’burg.

Posteriormente, una guarnición sueca defendió el fortín de Nienshants, cerca de la desembocadura del Neva. Rusia la derrotó en mayo de 1703 y asumió el control del entero delta. Sin demora, Pedro comenzó a construir una ciudadela en la cercana isla de Zayachy para controlar la boca del río. Así, el 16 de mayo de 1703 —hace tres siglos— puso la primera piedra de lo que hoy se conoce como la Fortaleza de Pedro y Pablo. Esta es la fecha aceptada de la fundación de San Petersburgo, llamada así en honor del apóstol Pedro, santo patrón del zar.

El desarrollo de una capital

A diferencia de muchas capitales, San Petersburgo se planificó y construyó para impresionar. Pese a los inconvenientes de su ubicación en el lejano norte —en la misma latitud que hoy ocupa Anchorage (Alaska)—, el zar siguió adelante con su empresa. Trajo la madera de la región del Ladoga y de Novgorod. Las piedras para las edificaciones las obtuvo de diversos modos. Uno de ellos fue estipular que todo ruso que introdujera productos comerciales en la localidad aportara unas cuantas a modo de cuota. Además, prohibió hacer viviendas de este material, primero en Moscú y luego en el resto de su imperio, lo que indujo a los albañiles desempleados a mudarse a la nueva población.

Según la Bol’shaya Sovyetskaya Entsiklopedia (La gran enciclopedia soviética), los trabajos marcharon “a un ritmo vertiginoso para la época”. No tardaron en aparecer canales de drenaje, pilotes, calles, casas, iglesias, hospitales y oficinas del gobierno. El mismo año de la fundación se iniciaron las obras de un astillero, conocido como el Almirantazgo, que llegaría a ser el cuartel general de la armada rusa.

En 1710 se comenzó el Palacio de Verano, residencia estival de los zares. En 1712, la capitalidad pasó de Moscú a San Petersburgo, y con ella muchas dependencias oficiales. El primer palacio de piedra, construido en 1714 y aún en pie, tenía por ocupante a Aleksandr Menšikov, primer gobernador de la zona. Aquel mismo año se colocaron en la Fortaleza de Pedro y Pablo los cimientos de la catedral de igual nombre, cuya imponente aguja dorada se distingue en la silueta urbana. También se erigió a orillas del Neva el Palacio de Invierno, que fue reedificado en diversas ocasiones. Más tarde se levantó en su lugar el actual, que cuenta con unas mil cien habitaciones y que hoy forma parte de un céntrico museo estatal, el famosísimo Ermitage.

En su primer decenio, San Petersburgo registró un asombroso crecimiento, al grado de estimarse en 34.500 el número de edificios existentes en 1714. Siguieron añadiéndose palacios e inmensas construcciones, muchas de las cuales evidencian el gran influjo de la religión en la historia de Rusia.

Entre ellas figura la catedral de Kazán, con su columnata frontal en semicírculo. Su imponente presencia contribuye a que la arteria más famosa de la ciudad, la Nevskij Prospekt, sea considerada una de las más grandiosas avenidas del mundo. De fecha posterior es la catedral de san Isaac, edificada sobre 24.000 pilotes hundidos en suelo pantanoso y que ostenta una enorme cúpula revestida de 100 kilos de oro puro.

La arquitectura también avanzó a pasos agigantados en el extrarradio. Así, en 1714 se empezó a edificar una residencia para el zar, el Gran Palacio, en Petergof (hoy Petrodvoriets). Al mismo tiempo, en la cercana localidad de Tsárskoie Seló (hoy Pushkin) se construía el suntuoso Palacio de Catalina, la esposa de Pedro el Grande. En la segunda mitad del siglo XVIII vieron la luz otras dos lujosas mansiones en las afueras: Pavlovsk y Gátchina.

Realzaban la belleza de la nueva capital los centenares de puentes que cruzaban los brazos fluviales y los múltiples canales, los cuales le han ganado el apelativo de “Venecia del norte”. Arquitectos franceses, alemanes e italianos colaboraron con colegas rusos de gran talento para producir “uno de los núcleos urbanos más espléndidos y armoniosos de Europa” (The Encyclopædia Britannica).

Sobrevive a las adversidades

Poco imaginaban los oponentes del zar con qué tenacidad se aferraría Rusia a su ventana a Europa. El libro Pedro el Grande: su vida y su mundo explica: “Desde el día en que Pedro el Grande puso el pie por primera vez en la desembocadura del Neva, la tierra y la ciudad que allí se levantó han continuado siendo rusas”.

En realidad, es como afirma la citada obra: “A lo largo de los siglos, ninguno de los conquistadores que posteriormente entraron en Rusia con grandes ejércitos —Carlos XII, Napoleón, Hitler— fueron capaces de capturar el puerto báltico de Pedro, aunque los ejércitos nazis sitiaron la ciudad durante 900 días en la segunda guerra mundial”. Durante aquel largo asedio murieron un millón de habitantes, buena parte durante el invierno de 1941 a 1942 a consecuencia del hambre y el frío, pues las temperaturas fueron inferiores a 40o bajo cero, punto en el que curiosamente coinciden las escalas Celsius y Fahrenheit.

En 1914, año en que empezó la primera guerra mundial, se rebautizó la ciudad como Petrogrado; luego se cambió a Leningrado en 1924 al morir el jefe supremo de la URSS, Vladimir Lenin, y, finalmente, en 1991, tras la desintegración de la Unión Soviética, recuperó su nombre original: San Petersburgo.

Sus aportaciones al mundo

En 1724, un año antes de la muerte de Pedro el Grande —quien contaba con 52 años—, se creó por decreto suyo la Academia de Ciencias. En 1757 se estableció la Academia de Bellas Artes, donde estudiaron pintores rusos de la talla de Karl Brjullov e Il’ja Repin (ambos del siglo XIX), quienes alcanzaron renombre mundial.

En 1819 se fundó la Universidad de San Petersburgo, a la que siguieron muchas otras instituciones de enseñanza superior. A finales del siglo XIX, un residente de la ciudad, el fisiólogo y premio Nobel ruso Ivan Pavlov, formuló el concepto de reflejo condicionado. Y en esta misma localidad, el químico ruso Dmitrij Mendeleev confeccionó su tabla periódica de los elementos, conocida por sus compatriotas como la tabla de Mendeleev.

La metrópoli también atrajo la atención internacional por su vida cultural. En 1738 se fundó allí una academia de baile que se convertiría en el mundialmente famoso Ballet Maríinski. San Petersburgo no tardó en poblarse de salas de conciertos, ballet y teatro. Allí también se afincaron ilustres compositores como Piotr Ilič Chaikovski, conocido por obras tan inolvidables como los ballets La bella durmiente, El lago de los cisnes y Cascanueces, y su inolvidable Obertura 1812.

San Petersburgo también nutrió el espíritu de muchas célebres figuras nacionales de la poesía y la prosa que en ella vivieron. El joven Aleksandr Sergeevič Pushkin se convirtió, en opinión de muchos, en “el máximo poeta [nacional] y el padre de la literatura rusa contemporánea”. Las obras de este Shakespeare ruso se han traducido a los principales idiomas del mundo. Entre ellas se cuenta el poema que dedicó a su ciudad adoptiva, citado al comienzo del artículo. Y no olvidemos a Dostoyevski, a quien “suele catalogarse entre los mejores novelistas de toda la historia” (The Encyclopædia Britannica).

Cabría decir, por tanto, que esta metrópoli le ha devuelto con creces a Europa lo que recibió de ella en sus humildes comienzos, pues a lo largo de los años sus ciudadanos han enriquecido sin duda alguna la cultura universal.

Tiempo de reflexión

Durante los días 24 de mayo a 1 de junio, cientos de miles de personas participaron en los actos conmemorativos del tercer centenario de la ciudad, la cual se había remozado a fondo para disfrute de todos, lo que contribuyó a que muchos reflexionaran sobre su belleza y su fascinante historia.

Coincidió, además, que la semana antes había acudido a San Petersburgo un buen número de visitantes para asistir a la inauguración de la ampliación de la sucursal rusa de los testigos de Jehová, situada a las afueras. Al día siguiente se reunieron 9.817 personas en el estadio Kirov de San Petersburgo para escuchar un repaso del programa de dedicación y alentadores informes sobre las labores de sus hermanos en muchos países.

Imposible verlo todo

A quienes llegan a la ciudad les suele desconcertar todo lo que hay que ver, al grado de no saber por dónde empezar. Así sucede con el Museo del Ermitage, pues se calcula que si una persona dedicara un minuto a cada objeto expuesto en sus cientos de salas, tardaría años en concluir el recorrido.

Para muchos, una de las tentaciones más irresistibles de San Petersburgo es el ballet. En el famoso Teatro Maríinski, el espectador se sienta bajo elaboradas arañas de cristal rodeado de paredes ornamentadas recubiertas de 400 kilos de oro. En este marco puede disfrutar de uno de los mejores ballets del mundo.

Basta con pasear por esta urbe de 5.000.000 de habitantes para regalarse la vista con los elegantes edificios que se reflejan en el Neva. La simple experiencia de viajar por su magnífica red de metro, una de las más profundas del mundo, es toda una delicia cultural. Más de dos millones de pasajeros recorren cada día sus casi 100 kilómetros de vías y sus más de cincuenta estaciones. Algunas de ellas son de incomparable belleza, lo que explica que en 1955, año en que se estrenó este sistema de transporte, el diario The New York Times las llamara “palacios subterráneos del siglo XX”.

Ciertamente, es difícil no quedar deslumbrado por San Petersburgo, tanto por su espectacular nacimiento y desarrollo como por su perdurable legado de belleza, arte, cultura, educación y música. Independientemente de los intereses que tenga el visitante, le resultará fácil concordar con la enciclopedia que la denomina “una de las ciudades más bellas de Europa”.

[Ilustración de la página 23]

Pedro el Grande, fundador de la ciudad

[Ilustración de la página 24]

La Fortaleza de Pedro y Pablo, con su catedral, donde se pusieron los cimientos de San Petersburgo

[Ilustraciones de las páginas 24 y 25]

Palacio de Invierno sobre el Neva, en la actualidad parte del Museo del Ermitage (interior en el extremo derecho)

[Reconocimiento]

Museo Estatal del Ermitage (San Petersburgo)

[Ilustración de las páginas 24 y 25]

El Gran Palacio

[Ilustración de la página 25]

La ciudad recibe el nombre de “Venecia del norte”

[Ilustraciones de la página 26]

El mundialmente famoso Teatro Maríinski

[Reconocimiento]

Steve Raymer/National Geographic Image Collection

Foto realizada por Natasha Razina

[Ilustraciones de la página 26]

Las estaciones de metro de San Petersburgo, calificadas de “palacios subterráneos”

[Reconocimiento de la página 23]

Imagen superior: Edward Slater/Index Stock Photography; pintura y emblemas: Museo Estatal del Ermitage (San Petersburgo)