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Formamos un equipo

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Biografía

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RELATADO POR MELBA BARRY

El 2 de julio de 1999, mi esposo y yo nos encontrábamos en una gran concentración de testigos de Jehová, como tantas miles de veces durante nuestros cincuenta y siete años de matrimonio. Lloyd estaba presentando el último discurso del viernes de la asamblea de distrito de Hawai. De repente se desplomó. Pese a todo lo que se hizo por revivirlo, falleció. *

GUARDO un profundo cariño a los hermanos y hermanas hawaianos que acudieron a confortarme y me ayudaron a hacer frente a aquel trágico momento. Lloyd había influido en la vida de muchos de ellos, así como en la de muchas otras personas por todo el mundo.

Durante los casi dos años que han transcurrido desde su muerte, he reflexionado sobre los preciados años que pasamos juntos, muchos de ellos de misioneros en el extranjero y en las oficinas centrales de los testigos de Jehová, en Brooklyn (Nueva York, E.U.A.). También he rememorado mis primeros años en Sydney (Australia), y las dificultades que tuvimos que superar Lloyd y yo para casarnos, a comienzos de la II Guerra Mundial. Pero en primer lugar voy a contar cómo me hice Testigo y cómo conocí a Lloyd, allá en 1939.

Cómo me hice Testigo

Mis padres, dos personas amorosas y comprensivas, se llamaban James y Henrietta Jones. Terminé mis estudios en 1932, cuando solo tenía 14 años. El mundo estaba en medio de la Gran Depresión, así que me puse a trabajar para ayudar a la familia, que incluía a mis dos hermanas pequeñas. A los pocos años tenía un empleo bien remunerado en el que supervisaba a varias jóvenes.

Mientras tanto, en 1935 mamá aceptó las publicaciones bíblicas que le ofreció un testigo de Jehová, y en poco tiempo se convenció de que había encontrado la verdad. Los demás pensamos que se había vuelto loca. Un día vi el folleto ¿Dónde están los muertos?, y me intrigó el título, así que lo leí en secreto. Aquella lectura me cambió la vida. Enseguida comencé a acompañar a mi madre a una reunión llamada Estudio Modelo, que se celebraba a mitad de semana. El folleto Estudio Modelo (con el tiempo hubo tres) contenía preguntas y respuestas, así como textos bíblicos que apoyaban las contestaciones.

Más o menos por entonces, abril de 1938, visitó Sydney un representante de las oficinas centrales de los testigos de Jehová, Joseph F. Rutherford. Su discurso público fue el primero al que asistí. Iba a pronunciarlo en el Ayuntamiento de la ciudad, pero los opositores lograron que se cancelara el permiso para usarlo, así que lo presentó en un lugar mucho mayor: el complejo deportivo Sydney Sports Ground. Gracias a la publicidad extra que dio la oposición a la conferencia, asistieron unas diez mil personas, una cantidad asombrosa si se tiene en cuenta que entonces solo había en Australia 1.300 Testigos.

Poco después salí al ministerio del campo por primera vez, y sin ninguna preparación. Cuando el grupo llegó al territorio, el hermano encargado me dijo: “Predica en aquella casa”. Estaba tan nerviosa, que cuando la señora salió a la puerta, le pregunté la hora. Entró, miró qué hora era, volvió a salir y me la dijo. Eso fue todo, así que regresé al automóvil.

De todas formas, no me rendí, y al poco tiempo salía con frecuencia a hablar del mensaje del Reino (Mateo 24:14). En marzo de 1939 simbolicé mi dedicación a Jehová bautizándome en la bañera de nuestra vecina de al lado, Dorothy Hutchings. Como no había varones, poco después de bautizarme me dieron responsabilidades de congregación que por regla general están reservadas a ellos.

Solíamos tener las reuniones en casas particulares, pero a veces alquilábamos salas para dar discursos públicos. En cierta ocasión fue a nuestra pequeña congregación a presentar una conferencia un atractivo joven de Betel, la sucursal, aunque, sin que yo estuviera enterada, tenía otra razón para ir: saber más de mí. En efecto, así conocí a Lloyd.

Conozco a la familia de Lloyd

Poco después sentí el deseo de servir a Jehová de tiempo completo. Pero cuando solicité el precursorado (predicación de tiempo completo), se me preguntó si me gustaría servir en Betel. Así que en septiembre de 1939, el mes en que comenzó la II Guerra Mundial, entré a formar parte de la familia Betel de Strathfield, un barrio residencial de las afueras de Sydney.

En diciembre de 1939 me marché a Nueva Zelanda a una asamblea. Como Lloyd era de allí, fue también. Viajamos en el mismo barco y nos conocimos mejor. Lloyd se las arregló para que yo estuviera con sus padres y hermanas en la asamblea de Wellington y, más tarde, en su casa de Christchurch.

La proscripción de la obra

El sábado 18 de enero de 1941, las autoridades de la nación fueron a la sucursal en media docena de limusinas negras y confiscaron la propiedad. Como yo trabajaba en la caseta de recepción que había a la entrada de Betel, fui la primera en verlas. Se nos había notificado la proscripción unas dieciocho horas antes, así que habíamos sacado de la sucursal casi todos los archivos y las publicaciones. A la semana siguiente las autoridades encerraron en prisión a cinco miembros de la familia Betel, entre ellos a Lloyd.

Yo sabía que lo que más necesitaban los hermanos que estaban en la cárcel era alimento espiritual. Para animar a Lloyd, decidí escribirle “cartas de amor”. Las comenzaba como es normal en este tipo de correspondencia, pero luego le copiaba artículos enteros de La Atalaya y firmaba como su novia. A los cuatro meses y medio lo pusieron en libertad.

Matrimonio y servicio ininterrumpido

En 1940 visitó Australia la madre de Lloyd, y él le comunicó nuestra intención de casarnos. Ella le aconsejó que no lo hiciera, pues todo indicaba que el fin del sistema de cosas era inminente (Mateo 24:3-14). Lloyd también se lo mencionó a sus amigos, pero estos siempre lo desanimaban. Por fin, un día de febrero de 1942 me llevó sin llamar la atención de nadie al registro civil junto con cuatro Testigos que habían prometido guardar el secreto, y nos casamos. Por aquel entonces, los testigos de Jehová australianos no tenían permiso para celebrar bodas.

Si bien no se nos dejó seguir en el servicio de Betel como matrimonio, se nos preguntó si nos gustaría emprender el precursorado especial. Aceptamos contentos una asignación en una población llamada Wagga Wagga. Puesto que la predicación aún estaba proscrita y no contábamos con ayuda económica, realmente tuvimos que arrojar la carga sobre Jehová (Salmo 55:22).

Íbamos en un tándem a las zonas rurales, y conocimos a gente agradable con la que mantuvimos largas conversaciones. No aceptaron el estudio bíblico muchas personas, pero hubo un tendero que valoraba tanto la obra que hacíamos, que nos daba frutas y verduras todas las semanas. Tras pasar seis meses en Wagga Wagga, volvieron a invitarnos a Betel.

Los miembros de la familia Betel habían desalojado las oficinas de Strathfield en mayo de 1942 y se habían trasladado a casas particulares. Con objeto de que no los detuvieran, cambiaban de casa más o menos cada dos semanas. Cuando Lloyd y yo regresamos a Betel en agosto, fuimos a uno de esos lugares. Durante el día trabajábamos en una de las imprentas clandestinas que se habían establecido. Por fin, en junio de 1943 se levantó la proscripción.

Preparación para servir en el extranjero

En abril de 1947 nos entregaron las solicitudes preliminares para asistir a la Escuela Bíblica de Galaad de la Watchtower, cuya sede estaba en South Lansing (Nueva York). Mientras tanto, se nos pidió que visitáramos las congregaciones de Australia y las fortaleciéramos espiritualmente. Pasados unos meses, recibimos la invitación a la clase 11 de Galaad. Teníamos tres semanas para arreglar los asuntos y hacer el equipaje. Dejamos a nuestra familia y amigos en diciembre de 1947, y partimos para Nueva York con otros quince hermanos de Australia invitados a la misma clase.

Los meses que estuvimos en la Escuela de Galaad pasaron volando, y se nos asignó a servir de misioneros en Japón. Como llevó tiempo preparar los documentos de entrada en el país, volvieron a nombrar a Lloyd superintendente viajante de los testigos de Jehová. Las congregaciones que debíamos visitar se extendían desde Los Ángeles hasta la frontera mexicana. Dado que no teníamos automóvil, todas las semanas los Testigos nos llevaban con gusto a la siguiente congregación. En la zona que abarcaba aquel vasto circuito, ahora hay tres distritos de habla inglesa y tres de habla española, cada uno de ellos formado por unos diez circuitos.

Casi sin darnos cuenta llegó el mes de octubre de 1949, y partimos rumbo a Japón en un barco para el transporte de tropas adaptado para usos civiles. En un lado iban los hombres, y en el otro, las mujeres y los niños. Un día antes de llegar a Yokohama nos azotó un tifón. Por lo visto, este fenómeno atmosférico despejó el cielo, porque cuando salió el sol al día siguiente, 31 de octubre, vimos el monte Fuji Yama en todo su esplendor: sin duda una magnífica bienvenida a nuestra nueva asignación.

Nuestra obra con los japoneses

Al acercarnos a los muelles, vimos a cientos de personas de cabello negro. “¡Qué ruidosos!”, pensamos al oír el tremendo golpeteo que producían al caminar con zuecos por los embarcaderos de madera. Pasamos la noche en Yokohama, y luego tomamos el tren hasta la asignación, en Kobe, donde Don Haslett, un compañero de clase de Galaad que había llegado a Japón unos meses antes, había alquilado una casa para los misioneros. Se trataba de un edificio de estilo occidental con dos plantas; era grande y hermoso, pero en él no había ni un solo mueble.

A fin de tener algo sobre lo que dormir, cortamos la alta hierba que había en el patio y la pusimos sobre el suelo. Así empezó nuestra vida misional, con solo lo que llevábamos en el equipaje. Conseguimos unos hornillos de carbón llamados hibachi para calentarnos y cocinar. Una noche, Lloyd encontró inconscientes a dos misioneros, Percy e Ilma Iszlaub. Logró reanimarlos abriendo las ventanas para que entrara aire frío y fresco. Yo también perdí el conocimiento mientras cocinaba con los hornillos. Tomó un poco de tiempo acostumbrarse a algunas cosas.

Como aprender japonés era prioritario, durante un mes dedicamos once horas diarias a estudiarlo, después de lo cual salimos al ministerio con una o dos oraciones escritas para comenzar. El mismo primer día que fui a predicar, encontré a una señora encantadora llamada Miyo Takagi, que me recibió amablemente. En las revisitas nos entendimos como pudimos con la ayuda de diccionarios japonés-inglés, hasta que iniciamos un buen estudio bíblico. En 1999, cuando asistí a la dedicación de la ampliación de la sucursal de Japón, volví a ver a Miyo, así como a varios otros queridos hermanos a los que di clases bíblicas. Han transcurrido cincuenta años, pero aún son celosos proclamadores del Reino que hacen cuanto pueden en su servicio a Jehová.

El 1 de abril de 1950, unas ciento ochenta personas asistieron en Kobe a la Conmemoración de la muerte de Cristo. Para nuestra sorpresa, a la mañana siguiente se presentaron treinta y cinco de ellas que querían salir al ministerio del campo. Cada misionero se llevó a tres o cuatro al servicio. Los amos de casa no se dirigían a mí, la extranjera que apenas los entendía, sino a los japoneses que habían asistido a la Conmemoración y me acompañaban. Ellos hablaban y hablaban, pero yo no tenía ni idea de lo que decían. Me alegra decir que algunos de aquellos nuevos adquirieron más conocimiento y continúan predicando hasta el día de hoy.

Muchos privilegios y asignaciones

Continuamos nuestra labor en Kobe hasta 1952, cuando se nos destinó a Tokio y se encomendó a Lloyd la supervisión de la sucursal. Con el tiempo, debido a su trabajo tuvo que viajar por todo Japón y también a otros países. Más adelante, Nathan H. Knorr, de las oficinas centrales, me dijo durante una de sus visitas: “Por cierto, ¿sabes adónde irá tu esposo en la próxima visita de zona? A Australia y Nueva Zelanda”, y añadió: “Tú también puedes ir si te pagas el pasaje”. Aquella noticia me emocionó, pues hacía nueve años que habíamos salido de casa.

Rápidamente nos pusimos a escribir muchísimas cartas a familiares. Mi madre me ayudó a comprar el pasaje. Lloyd y yo habíamos estado ocupados en nuestra asignación, y no contábamos con los medios para visitar a nuestra familia. Así que esa fue la respuesta a mis oraciones. Como puede imaginarse, mamá estaba muy contenta de verme. Me dijo: “Voy a ahorrar para que vuelvas dentro de tres años”. Partimos con esa idea presente, pero, lamentablemente, falleció el siguiente mes de julio. ¡Qué maravilloso será reencontrarme con ella en el nuevo mundo!

Hasta 1960 me dediqué solo al servicio misional, pero entonces recibí una carta en la que se me comunicaba que ‘desde esa fecha en adelante lavaría y plancharía la ropa de la familia Betel’. Dado que solo éramos unas doce personas, pude hacer esta labor y seguir con mi asignación como misionera.

En 1962 se demolió nuestra casa de estilo japonés, y al año siguiente se terminó el nuevo Hogar Betel de seis plantas. Me encargaron ayudar a los nuevos betelitas jóvenes a mantener ordenados y limpios sus cuartos. Habitualmente, a los varones jóvenes japoneses no se les enseñaba a hacer ninguna tarea del hogar, pues se daba suma importancia a los estudios y las madres les hacían todo. No tardaron en aprender que yo no era su madre. Con el tiempo, muchos progresaron y recibieron responsabilidades en la organización.

Un verano muy caluroso, una estudiante de la Biblia visitó Betel y me vio fregando las duchas, por lo que comentó: “Por favor, dígale a quien esté encargado que me gustaría pagar a una empleada para que haga este trabajo por usted”. Le expliqué que, si bien se lo agradecía, estaba encantadísima de hacer lo que se me mandara en la organización de Jehová.

Más o menos por entonces, Lloyd y yo fuimos invitados a asistir a la clase 39 de Galaad. Fue un extraordinario privilegio volver a la escuela en 1964, con 46 años. Se trataba de un curso preparado especialmente para ayudar a los que servían en las sucursales a atender sus deberes. Después del curso de diez meses, se nos envió de nuevo a Japón. Por entonces éramos más de tres mil proclamadores del Reino en el país.

Se aceleró tanto el crecimiento, que en 1972 superábamos los catorce mil Testigos, y se construyó una nueva sucursal de cinco pisos en Numazu, al sur de Tokio. Desde los edificios teníamos una vista espectacular del monte Fuji Yama. La enorme prensa rotativa nueva empezó a producir más de un millón de revistas en japonés al mes. Pero para nosotros dos se avecinaba un cambio.

A finales de 1974, Lloyd recibió una carta de las oficinas centrales de los testigos de Jehová, en Brooklyn, en la que se le invitaba a servir en el Cuerpo Gobernante. Lo primero que pensé fue: “Se acabó. De todos modos, como él tiene esperanza celestial y yo terrenal, tarde o temprano tendremos que separarnos. Tal vez sea mejor que se vaya a Brooklyn sin mí”. Pronto corregí mi modo de pensar, y me marché encantada con Lloyd en marzo de 1975.

Bendiciones en las oficinas centrales

Incluso cuando estábamos en Brooklyn, Lloyd tenía el corazón en el campo japonés, y siempre andaba contando las experiencias que vivimos en aquel país. Pero entonces se nos presentaron oportunidades de ensancharnos. A Lloyd lo usaron mucho durante los últimos veinticuatro años de su vida para hacer visitas de zona, lo que implicaba viajar por todo el mundo. Lo acompañé en los viajes por toda la Tierra en varias ocasiones.

Visitar a los hermanos cristianos de otros países me ayudó a comprender en qué condiciones viven y trabajan muchos de ellos. Nunca olvidaré el rostro de Entellia, una niña de 10 años que conocí en el norte de África. Le encantaba el nombre de Dios, y caminaba hora y media de ida y otro tanto de vuelta para ir a las reuniones. Pese a la severa persecución de parte de su familia, se había dedicado a Jehová. Cuando visitamos su congregación, solo había una bombilla de pocos vatios, que iluminaba las notas del orador; el resto del lugar estaba como boca de lobo. Impresionaba escuchar en aquella oscuridad el hermoso canto de los hermanos.

Un momento importante de nuestra vida tuvo lugar en diciembre de 1998, cuando Lloyd y yo estuvimos entre los asistentes a la Asamblea de Distrito “Andemos en el camino de Dios”, de Cuba. Nos conmovieron la gratitud y la alegría que manifestaron los hermanos cubanos por tener visitantes de las oficinas centrales de Brooklyn. Aprecio haber conocido a tantos queridos hermanos que están dando celosamente un grito de alabanza a Jehová.

A gusto con el pueblo de Dios

Aunque nací en Australia, he llegado a amar a las personas de todos los lugares a los que me envió la organización de Jehová. Así me sucedió en Japón, y lo mismo me ocurre en Estados Unidos, donde llevo más de veinticinco años. Cuando perdí a mi esposo, no pensé en regresar a Australia, sino en quedarme en el Betel de Brooklyn, donde Jehová me ha asignado.

Tengo más de 80 años. Después de sesenta y un años en el ministerio de tiempo completo, aún estoy dispuesta a servir a Jehová dondequiera que él lo juzgue conveniente. Realmente me ha cuidado bien. Guardo en el corazón los más de cincuenta y siete años en los que compartí mi vida con un querido compañero que amaba a Jehová. Confío en que Él continuará bendiciéndonos, y sé que no olvidará nuestra labor ni el amor que hemos mostrado a su nombre (Hebreos 6:10).

[Nota]

^ párr. 4 Véase La Atalaya del 1 de octubre de 1999, págs. 16, 17.

[Ilustración de la página 25]

Con mi madre en 1956

[Ilustración de la página 26]

Con Lloyd y un grupo de publicadores japoneses a principios de los años cincuenta

[Ilustraciones de la página 26]

Con mi primera estudiante de la Biblia de Japón, Miyo Takagi, a principios de 1950 y en 1999

[Ilustración de la página 28]

Con Lloyd, ofreciendo las revistas en Japón