Isaac tenía 40 años cuando se casó con Rebeca. Él la quería mucho. Con el tiempo tuvieron dos niños gemelos.
El hijo mayor se llamaba Esaú, y el menor, Jacob. A Esaú le encantaba estar en el campo, y era un buen cazador. Pero a Jacob le gustaba más estar en casa.
En aquella época, el hijo mayor recibía más tierras y dinero que sus hermanos cuando su padre moría. A eso se le llamaba herencia. En la familia de Isaac, la herencia también significaba formar parte de las promesas que Jehová le había hecho a Abrahán. A Esaú no le importaban esas promesas. Pero Jacob sabía que eran muy importantes.
Una vez, Esaú llegó a casa muy cansado después de haber estado cazando todo el día. Entonces olió la rica comida que Jacob estaba cocinando y dijo: “¡Estoy muerto de hambre! ¡Dame un poco de ese guisado rojo!”. Jacob le dijo: “Bueno, pero primero prométeme que puedo quedarme con tu herencia”. Esaú le respondió: “¡No me importa esa herencia! Quédate con ella. Yo lo que quiero es comer”. ¿Crees que Esaú fue sabio cuando hizo eso? No, no lo fue. Rechazó algo muy valioso por un simple plato de comida.
Cuando Isaac era viejo, llegó el momento de dar la bendición a su hijo mayor. Pero Rebeca ayudó a Jacob, el hijo menor, para que su padre lo bendijera a él. Esaú se enteró, se puso furioso e hizo planes para matar a su hermano gemelo. Isaac y Rebeca querían proteger a Jacob, así que le dijeron: “Vete y quédate con tu tío Labán, el hermano de tu madre, hasta que Esaú se calme”. Jacob les hizo caso a sus padres y huyó para que su hermano no lo matara.
“¿De qué le sirve a alguien ganar el mundo entero si pierde la vida? Porque ¿qué podría dar alguien a cambio de su vida?” (Marcos 8:36, 37).