A pesar de la persecución, la congregación cristiana crece con rapidez
DIEZ días después de que Jesús subiera al cielo, durante la fiesta judía del Pentecostés, en el año 33, unos ciento veinte discípulos se reunieron en una casa en Jerusalén. De pronto, se oyó algo como una ráfaga de viento, y los discípulos empezaron a hablar en idiomas que no conocían. ¿Qué estaba pasando? Que Dios les había concedido su espíritu santo.
La ciudad estaba llena de visitantes de diferentes países que habían venido para celebrar la fiesta. Todos se quedaron pasmados al ver que los discípulos de Jesús podían comunicarse con ellos en su propia lengua. Para explicarles lo sucedido, Pedro les recordó que el profeta Joel había predicho que Dios derramaría su espíritu sobre sus siervos y les concedería habilidades especiales (Joel 2:28, 29). Estos dones milagrosos demostraban claramente que ahora era la congregación cristiana, y no la nación de Israel, quien contaba con la bendición divina. Por tanto, a partir de entonces, quienes desearan servir a Dios debían hacerse cristianos.
Sin embargo, los enemigos de Cristo empezaron a perseguir a los discípulos. Un día metieron a algunos en prisión, pero vino un ángel por la noche, los liberó y les dijo que siguieran predicando. En cuanto amaneció, entraron al templo y comenzaron a hablar sobre Jesús. Muy enojados, los líderes religiosos les ordenaron que dejaran de predicar. Pero los apóstoles les contestaron con valor: “Tenemos que obedecer a Dios como gobernante más bien que a los hombres” (Hechos 5:28, 29).
Lejos de darse por vencidos, los enemigos intensificaron sus ataques. Algunos judíos acusaron de blasfemia al discípulo Esteban y lo lapidaron. Entre los que presenciaron el asesinato estaba Saulo de Tarso, un joven que odiaba a los cristianos. Tras aquel episodio, se fue a Damasco con la intención de arrestar a todos los que encontrara. Pero mientras iba de camino, una luz celestial lo cegó. Entonces oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me estás persiguiendo?”. Confundido, preguntó: “¿Quién eres?”. Y la voz respondió: “Soy Jesús” (Hechos 9:3-5).
Tres días después, Jesús envió a un discípulo llamado Ananías para que le devolviera la vista. Saulo se bautizó y comenzó a predicar con entusiasmo. Con el tiempo, llegó a ser conocido como el apóstol Pablo, un incansable misionero cristiano.
Al principio, los discípulos solo predicaban el Reino de Dios a los judíos y a los samaritanos. Pero cierto día, un ángel se le apareció a Cornelio, un oficial del ejército romano que creía en el Dios verdadero, y le mandó llamar al apóstol Pedro. Este llegó en compañía de otros discípulos y le predicó al oficial y a los de su casa. Mientras el apóstol hablaba, aquellos creyentes recibieron el espíritu santo, y Pedro ordenó que fueran bautizados en el nombre de Jesús. A partir de ese momento, cualquier persona, sin importar su nacionalidad, tendría la oportunidad de recibir la vida eterna. En efecto, las buenas nuevas serían proclamadas a todas las naciones.