Durante la sequía, Jehová le dijo a Elías: “Ve a Sarepta. Allí hay una viuda que te dará comida”. En las puertas de la ciudad, Elías vio a una viuda pobre recogiendo leña y le pidió un vasito de agua. Cuando ella fue a buscárselo, Elías le dijo: “Por favor, dame también un pedazo de pan”. Pero la viuda le contestó: “No tengo pan, no te puedo dar nada. Solo tengo harina y aceite para preparar algo de comer para mi hijo y para mí”. Elías le dijo: “Jehová ha prometido que, si tú me haces un pan pequeño, tendrás aceite y harina mientras dure la sequía”.
Así que la viuda se fue a su casa y le hizo pan al profeta de Jehová. La viuda y su hijo tuvieron comida todo el tiempo que duró la sequía, como Jehová había prometido. Su jarro de harina y su jarro de aceite nunca se quedaron vacíos.
Después pasó algo muy muy triste. El niñito de la viuda se puso tan enfermo que murió, y ella le suplicó a Elías que la ayudara. Entonces, Elías tomó al niño de los brazos de su mamá. Lo llevó a una habitación que estaba en el piso de arriba de la casa. Luego, lo acostó en una cama y oró: “Jehová, por favor, devuélvele la vida a este niño”. ¿Sabes por qué sería asombroso que Jehová hiciera eso? Porque hasta ese momento, ningún muerto había vuelto a vivir. Y, además, porque la viuda y su hijo no eran israelitas.
Entonces el niño empezó a respirar y volvió a vivir. Elías le dijo a la viuda: “¡Mira! Tu hijo está vivo”. Ella se puso muy feliz y le dijo a Elías: “Ahora sé que de verdad eres un hombre de Dios. Lo que dices viene de Jehová, por eso siempre se cumple”.
“Fíjense en los cuervos: no siembran ni cosechan, no tienen ni granero ni almacén, pero Dios los alimenta. ¿Y acaso no valen ustedes mucho más que las aves?” (Lucas 12:24).