Ya habían pasado 10 días desde que Jesús había regresado al cielo. Entonces los discípulos de Jesús recibieron espíritu santo. Era la Fiesta del Pentecostés del año 33, y gente de muchos lugares había llegado a Jerusalén para celebrarla. Unos 120 discípulos de Jesús se habían reunido en la habitación de la parte de arriba de una casa cuando, de repente, pasó una cosa asombrosa. Algo como una llama de fuego apareció sobre la cabeza de cada discípulo, y todos empezaron a hablar en diferentes idiomas. Además, se oyó el ruido de un viento fuerte por toda la casa.
La gente que había viajado de otros países a Jerusalén oyó el ruido y corrió hacia la casa para ver qué pasaba. Se sorprendieron mucho cuando oyeron a los discípulos hablando en otros idiomas. Decían: “Estas personas son de Galilea, ¿cómo es que pueden hablar en nuestros propios idiomas?”.
Entonces Pedro y los demás apóstoles se pusieron de pie enfrente de todos. Pedro les explicó: “Ustedes mataron a Jesús, pero Jehová lo resucitó. Ahora Jesús está en el cielo al lado derecho de Dios. Y nos ha dado el espíritu santo que nos había prometido. Por eso es que han visto y oído estos milagros”.
La gente se quedó muy impresionada. Las palabras de Pedro les habían tocado el corazón, por eso preguntaron: “¿Qué debemos hacer?”. Él les respondió: “Arrepiéntanse de sus pecados y bautícense en el nombre de Jesús. Después también recibirán el regalo del espíritu santo”. Unas 3.000 personas se bautizaron ese día. Desde ese momento, empezó a haber cada vez más discípulos en Jerusalén. Los apóstoles formaron más congregaciones con la ayuda del espíritu santo. Así pudieron enseñar a los discípulos todas las cosas que Jesús les había mandado.
“Si con la boca declaras públicamente que Jesús es el Señor y en tu corazón tienes fe en que Dios lo levantó de entre los muertos, serás salvado” (Romanos 10:9).